En los años noventa se pusieron de moda los grafitis con contenido supuestamente literario. Muchos intelectuales auparon esta práctica a la que consideraban una de las bellas artes y aun superior a las demás, puesto que su impacto era masivo. A más de una docena de frases ingeniosas, a las que se añadían centenares de pedantes y miles de ordinarias o insustanciales, esta moda no dejó nada. Y menos a los propietarios de los inmuebles contra cuyas fachadas, de manera inconsulta y no autorizada, se practicó tan peregrino ejercicio “estético”, pues estas personas se vieron obligadas a repintar a su propia costa sus muros y vallados, con la amenaza de las autoridades municipales de que podían clavarles una multa por no hacerlo. Restaurada la pared, en pocos días más algún filósofo del grafiti repetía la agresión. Nadie pensó en estos sufridos dueños. Se ha argumentado que las fachadas son públicas y que por tanto pueden servir para este singular ejercicio de la libertad de expresión. Muy bien, si son públicas su mantenimiento correspondería a los entes públicos. Podrías llamar al 911 y denunciar “vea, grafitiaron una pared, mande un escuadrón de bomberos a borrar”. Pero no es así.

El boom de los grafitis intelectuales rápidamente decayó en sinsentidos y vulgaridades. El garabateo con aerosoles invadió los espacios públicos, sin dejar indemnes ni siquiera los más importantes monumentos y obras patrimoniales. Se convirtió en santo y seña de grupos de delincuentes y drogadictos, al punto que la abundancia de estas burdas pintadas es señal de la presencia de indeseables. Un grupo encontró en esto una forma de vida, convirtiéndose en sicarios de chisguete del gobierno y de grupos políticos. Pero es muy necesario destacar que otra vertiente evolucionó hacia el muralismo urbano, que consiste en las obras visibles desde la calle, realizadas por pintores a menudo talentosos, sobre superficies que de lo contrario serían insulsas o grotescas. Sin embargo, estas creaciones, que merecen aplauso y embellecen las ciudades, con frecuencia son blanco de los gamberros, que las dañan con sus torpes trazos.

Quito se ha estremecido con el atentado grafitero cometido por una bien organizada banda contra el flamante metro de la ciudad. El hecho de haber usado armas de fuego para someter a los guardias, a los que maniataron para luego cometer su hazaña, hace lindar el hecho con el terrorismo. ¿Y todo para qué? No es la manifestación de nada trascendental, ni siquiera de rebeldía. Es gana de molestar, con signos burdos que demuestran lo tosco del pensamiento de sus autores. Habría sido de esperar que haya una reacción unánime contra tan agresivo despropósito, de hecho las expresiones de los ciudadanos comunes han sido de total rechazo a tan irracional violencia. Pero, otra vez, grupos de intelectuales y estetas, más por odio al alcalde que por convicciones conceptuales, se han erigido en defensores de los golfos que perpetraron esta barbaridad. Son las reacciones típicas de aquellos cuya vanidad es infinitamente mayor que el reconocimiento que reciben y buscan con estas salidas de tono su minuto de notoriedad.(O)