El escritor español Manuel de Prada estuvo en Quito conversando sobre el tema de su libro El castillo de diamante, que relata la extraña pugna entre dos mujeres poderosas en la España del Siglo de Oro: Ana de Mendoza, princesa de Éboli, y Santa Teresa de Jesús. Mi interés en esa época se acrecentó cuando trabajaba en mi novela biográfica sobre Antonio de Morga. De Prada, traído a la capital por el programa Escritor Visitante del Centro Cultural Benjamín Carrión, es nacido en la localidad vizcaína de Baracaldo, de la que Morga fue alcalde, simpática coincidencia. La vida del inquieto aventurero del siglo XVI toca con la de Santa Teresa porque esta fundó el convento de San José del Carmen de Sevilla en el edificio llamado “palacio de Morga”, que fuera propiedad de Pedro de Morga, padre de Antonio y principalísimo banquero español, quebrado a raíz del “default” de la deuda real española (la humanidad se desenvuelve en una espiral inevitable).

La santa carmelita no es ajena a la historia nacional. Algunos de sus hermanos vinieron a Quito. El más notable de ellos, Lorenzo de Cepeda, se estableció aquí, su casa estuvo situada donde hoy se levanta el convento de Santa Catalina. Según cierta leyenda piadosa, la doctora de la iglesia se bilocaba (podía estar en dos lugares a la vez) y, estando en España, se presentaba en nuestra capital donde conversaba con sus parientes. Y la hija de Lorenzo, Teresita, fue la primera carmelita nacida en América, profesó como monja en Ávila y su tía contaba que no había mejor entretenimiento para las religiosas que la joven quiteña les narrase sobre la exótica naturaleza y costumbres de su tierra natal.

“Oiga, columnista, interesantes historias, ¿pero qué hacemos con ellas en el siglo XXI?”, preguntará algún millennial. Creo que hay que rescatar y desempolvar el legado de la mística y el ascetismo carmelitanos de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. Ahora que se buscan nuevas experiencias espirituales, el aporte de estos santos poetas, tan frescos y accesibles, puede ser una corriente vivificante dentro de la Iglesia, que actualmente se seca en un árido discurso seudopolítico y una espiritualidad de devocionario. Hay que ser bien sectario, supersticioso e ignorante para calificar a las técnicas de meditación oriental como diabólicas. Los más las practican no por novelería, sino en una honesta búsqueda. Han huido de las oraciones cansinas y de la devoción santurrona, ellos encontrarán en estos grandes místicos vías más inteligibles y apropiadas para su cultura. Concretamente, el concepto de la “noche oscura del alma” les parecerá fecundamente sugestivo. La crisis de la Iglesia, de la que hemos hablado tanto las últimas semanas, se debe a un abandono de la ascética. Solo el control, que no es supresión ni desprecio, de las pulsiones naturales, permite alcanzar y entender lo espiritual. Una ola de austeridad, continencia y frugalidad reducirá los actuales problemas. Flagelos como la corrupción, la pedofilia y otras lacras se vuelven incontrolables en un ambiente de muelle materialismo y poco compromiso. (O)