Me fui de Ecuador en 1993. He vuelto hace pocas semanas. El lenguaje permite que de una oración a otra, con apenas un punto seguido, haya veinticinco años de distancia y se diga fácil. Desenvolverlos a la manera de un largo rollo chino daría la medida del tiempo, pero no es este el lugar para hacerlo. Sí lo es para agradecer a los lectores que me acompañan durante diez años a través de esta columna editorial y que me han permitido retomar el contacto con el país.

Siempre me llamaron la atención las escrituras de exilio y retorno. Quizá porque en mi historia familiar mis propios padres fueron migrantes. Eso dispone siempre a dos posturas: una empatía hacia los desplazados –sean voluntarios o involuntarios, obligados por las circunstancias políticas de sus países– y una perspectiva provisional de la vida. Siempre estamos de paso. El espíritu de posesión exclusivo sobre un territorio me parece un despropósito existencial, por más que se necesite de la certeza ficticia de que la tierra no se mueve, cuando nuestro planeta se desplaza velozmente no solo sobre su propio eje, sino que gira en órbita alrededor del sol, y, además, por si hubiera que remarcar la obviedad –que siempre se olvida– vamos danzando por el universo en un vórtice con todo el sistema solar, quién sabe hacia dónde.

Desde el inicio de la literatura, hay desplazamiento en La Ilíada y hay retorno en la Odisea, y no se diga el desarraigo sin retorno de la Eneida de Virgilio. Don Quijote es un viaje intenso que parece abarcar unos meses para sus protagonistas pero que para Cervantes representaron más de 10 años. Incluso en obras donde los autores no parecen moverse de casa, el exilio “interior” es igual de intenso. Como si no se pudiera resistir el hecho de marcharse o de desear marcharse. En esa línea, recuerdo el poema Cuaderno de un retorno al país natal de Aimé Césaire, o las novelas El retorno de Tahar Ben Jelloun y El enigma del regreso de Dany Laferrière. Pero de manera especial el de V. S. Naipaul: El enigma de la llegada, donde el escritor caribeño de lengua inglesa narraba su llegada a Inglaterra. Inspirado en el cuadro homónimo de Giorgio de Chirico, Naipaul daba cuenta de una profunda experiencia vital. A la llegada, la precede la partida. Y esta partida quedó perfectamente referida en La casa del señor Biswas, una de las novelas claves en lengua inglesa de la segunda mitad del siglo veinte.

Mañana estaré en la Feria del Libro de Guayaquil, cerrando el ciclo de presentaciones de un libro mío de ensayos, acompañado por Joaquín Hernández Alvarado, otro gran exiliado de El Salvador, nacionalizado ecuatoriano hace muchos años.

No sé si ahora, veinticinco años después, y regresando a Ecuador, podría dar cuenta de todas las razones y motivaciones que me llevaron a salir. Una de ellas puede ser la misma juventud: tenía veinticuatro años al marcharme. Viví cinco años en Lima y veinte en Barcelona. Tanto la experiencia andina como la europea han sido decisivas para mí y me ratifican en la necesidad de comprender que la migración es una condición humana y un derecho a respetar. La actitud que he visto en parte de la población ecuatoriana hacia la población migrante colombiana y venezolana, rechazándola, me parece de una profunda ironía: he visto a tantos ecuatorianos quejarse en Europa y en otros países de actitudes xenofóbicas, que doy por descontado que quienes se quejaban lideren ahora el apoyo a los migrantes actuales. Venezuela, en sus momentos de bonanza, fue un espacio de acogida para muchos ecuatorianos, familia mía inclusive. Lo que menos se puede hacer es acoger a los inmigrantes y hacerlos sentir en casa, porque de la suya otros se encargaron de echarlos por las pésimas condiciones políticas y económicas.

Como todos los que vuelven al país, fui a obtener un certificado de movimientos migratorios que me exigen para varios trámites. Me sorprendí al ver registrados, desde 2006, todas mis entradas y salidas de Ecuador. He venido al país casi una o dos veces por año, repartido entre viajes de trabajo y viajes familiares. Digo esto porque también quiero desdramatizar las ideas canónicas de exilio y retorno. Mucho ha cambiado el mundo en estos veinticinco años, y entre esos cambios están las facilidades de comunicación. No creo que nadie se marche “quemando las naves”, como hicieron Alejandro Magno y Hernán Cortés. Las idas y vueltas serán siempre complicadas y exigen ajustes vitales de perspectiva que pueden ser tanto exultantes como dolorosos. Pero es cierto también que las facilidades de comunicación y desplazamiento liman esas asperezas y dan cierto alivio a la distancia y la separación. Uno de esos alivios personales ha sido escribir esta columna. Y debo confesar que, además del diálogo con los lectores, me entusiasmaba un lector en particular: mi padre. Así lo hizo hasta sus últimos días. Ahora me siguen animando muchos otros lectores que me envían sus comentarios y observaciones, a veces sorpresas, siempre haciéndome sentir en casa a pesar de las distancias.

Vuelvo a Ecuador para vivir en Quito. Fue precisamente en esta ciudad donde viví mi primer desplazamiento a inicios de los años ochenta. Ha cambiado mucho desde aquel entonces. Ya no es la ciudad de frío andino que fue para mí al comienzo de mi adolescencia. Luego de vivir el extremo frío europeo, el clima quiteño me resulta primaveral. También es un lugar de acogida donde viven muchos amigos y colegas de todas partes del país. Y desde aquí voy a varios puntos de Ecuador. Mañana estaré en la Feria del Libro de Guayaquil, cerrando el ciclo de presentaciones de un libro mío de ensayos, acompañado por Joaquín Hernández Alvarado, otro gran exiliado de El Salvador, nacionalizado ecuatoriano hace muchos años. En cualquier caso, aquí estamos para el diálogo en ese mínimo exilio que es la lectura, y en especial la literatura, que acaso nos devuelve a esa misma realidad con un poco más de luz, escepticismo e incertidumbre, necesarios para limar las fronteras de un mundo inhóspito y, al mismo tiempo, destacar sus puntos de esplendor. (O)