Cuando era niña, allá por los años 90, si alguien decía Venezuela yo enseguida pensaba en mujeres de metro ochenta, ojazos, piel canela, larguísimas melenas y vestidos de gala. Pensaba en Miss Universo, pero también en esas telenovelas que mi mamá me prohibía ver y yo por supuesto veía, como esa retorcida historia de pasión donde Catherine Fulop y Fernando Carrillo me iniciaron en los secretos del sexo, de los cuales yo no entendía ni j, peor aún g, pero mi imaginación igual enloquecía imaginando lo que querría decir “tu boca raspa mi boca, los besos ruedan sin parar…” (la cito de memoria, creo que así era la canción de Pasionaria, cuya melodía se niega a dejarme en paz). En mi mente infantil eso era Venezuela, un país de mujeres fogosas, hombres seductores y machos déspotas.

Tuve que emigrar a Alemania para conocer en persona a mi primera venezolana, y de este encuentro nacería una amistad intensa como las que surgen entre migrantes solitarias. Los abuelos de Maribel habían sido exiliados españoles que hallaron refugio de los horrores del franquismo en un paraíso tropical: Venezuela. Repetiré lo obvio: la vida da vueltas. Ayer fueron sus abuelos quienes encontraron asilo en Venezuela y hoy son los venezolanos quienes huyen de la pobreza y el caos ocasionados por una larga tradición de pícaros y esbirros.

A mi segunda amiga venezolana la conocí porque Dios las cría y ellas se juntan. Periodista y editora, Nahir había abandonado Venezuela donde trabajó en un proyecto que fue tema de conversación durante nuestra primera cerveza alemana: “El país de brazos abiertos” se llamaba la colección de libros donde se recordaban los momentos históricos donde en Venezuela brillara la solidaridad. Como un presagio, esta colección surgió cuando nadie imaginaba que años después serían los venezolanos quienes irían de frontera en frontera buscando países a quienes pudieran coronárselos también con este hermoso título (mucho mejor que el de Miss Universo): País de brazos abiertos. Una de las historias trata de un barco que en 1939 llegara a las costas venezolanas trayendo refugiados judíos que huían de la Alemania dominada por la barbarie del nazismo. Acosados por el racismo y la xenofobia, llegaron a una playa tropical en medio de la noche. Los habitantes del pueblo, al escuchar la noticia, salieron de sus casas llevando sus luces para guiar al barco en su arribo. Muchos años después, uno de esos exiliados recordaría la gratitud que sintió para con esa gente humilde que compartió con ellos lo poco que tenía, pero también rememoraría, entre risas, lo horrible que le pareció el sabor del mango.

Conozco poca gente tan motivada como los migrantes, guiados por una especie de orgullo de quien ha pagado un precio demasiado alto (abandonar el hogar) a cambio de una vida mejor, y por ello esa vida mejor vale cualquier sacrificio.

Cuando dejé de ser niña y ya no se me prohibía ver telenovelas (pero mi vida sentimental se empezaba a convertir en una telenovela, cursi y mala para colmo) recuerdo que los ecuatorianos nos habíamos tomado los aeropuertos y salíamos volando a España como si nos hubiera espantado el mismo diablo. Yo también soñaba con irme pero los sucres que me dejó mi abuelo se convirtieron en dólares que solo me alcanzaron para el bus a Loja. Al pasar por el Cañar reconocí que estábamos ante un verdadero éxodo: pueblos fantasmas donde solo quedaban abuelitas y niños a la espera de que mandaran a por ellos desde el país de las maravillas.

Cuando mi vida dejó de ser una telenovela y se convirtió en película francesa, recuerdo la llegada a Ecuador de muchísimos colombianos. De la noche a la mañana empezaron a surgir areperías y nuevas peluquerías, y yo gozaba explorando nuevos estilos de vivir. Qué sería de mis ciudades favoritas sin sus barrios chinos y latinos, sus shawarmas y yogures persas, cevicherías y cervecerías, bares de humus y ramen, Víveres Bagdad y Moscú, cada migrante creando sus propias fuentes de trabajo como lo han hecho históricamente quienes llegan sobreviviendo a la pérdida y la nostalgia, pero fortalecidos con la gratitud y la ilusión de una vida mejor. Conozco poca gente tan motivada como los migrantes, guiados por una especie de orgullo de quien ha pagado un precio demasiado alto (abandonar el hogar) a cambio de una vida mejor, y por ello esa vida mejor vale cualquier sacrificio.

En Alemania me he enamorado de la laboriosidad y gentileza silenciosa de los vietnamitas, y ahora disfruto de la exquisita música y comida, y el extraordinario sentido de comunidad de sirios e iraquíes. Claro que en todo lugar y época siempre habrá quien se refiera a los migrantes como un “número” “monstruoso”, una “cantidad” “espantosa”, generando con ello un miedo exagerado y divorciado de la realidad. Siempre habrá gente acomplejada e insegura, atemorizada del cambio, gente que convenientemente olvida el pasado y que ignora que con un clic del destino serían ellos, y no los otros, quienes llegarían a tierras desconocidas en medio de la noche. (O)