Lo confieso, soy una de esas personas horribles a las que no les gustan los perros. Me comprenderían si fueran, como yo, una mujer a una nariz pegada, una nariz neurótica, obsesiva, hipersensible. Los perros apestan, y apesta todo lo que tocan. He tenido la desgracia de sacarlos a pasear, para conservar el cariño de mi exsuegra (en vano) y de mis tías amaperros. Así que los he visto pararse a olfatear con entusiasmo cada excremento y orina hallados en su camino. He levantado sus heces todavía calientes. Y de vuelta en casa los he observado recostándose sobre alfombras, sofás y camas con sus patas y traseros embarrados.

Sí, soy de esas personas tontas que se aguantan la respiración cada vez que pasan junto a un perro desconocido, por asco y porque una vez oí que si te muerdes la lengua y retienes la respiración los animales no pueden oler tu miedo (en algún lado alguien se ríe de mí). Y nada me angustia tanto como visitar a amigos y parientes que viven con perros. Me olisquean entre las piernas, me saltan encima ensuciándome el vestido o rasgándome las medias (los perros, se entiende).

Caminando por las calles de varias ciudades europeas, plagadas de caballeros y damas con sus perritos, convertidas en baños públicos para sus mejores amiguitos, el césped de los parques verde en verano y blanco en invierno (pero siempre con manchas cafés de diversos tamaños y texturas), me pregunto cómo conviven en los diminutos departamentos que habitamos los urbanitas de este continente. En mis buenos días, incluso me apenan los perros que viven casi solos y encerrados, esperando a sus amos. Pero enseguida se me pasa, cuando recuerdo de qué orificios sale la porquería que se ha tomado los parques donde ya no puedo recostarme a leer ni puede gatear mi bebé... Y a juzgar por mis viajes a Quito y los comentarios que leo en redes sociales, también de los parques y calles de mi ciudad natal se han apropiado los perros.

Culpa a sus dueños, tan desconsiderados, no a los pobres animales, me dirán ustedes.

Culpa a sus dueños, tan desconsiderados, no a los pobres animales, me dirán ustedes. Pero qué quieren que haga, me caen mejor los humanos que los perros, así que les tengo más tolerancia. A la final, son seres complejos (bueno, no todos) con los que puedo conversar y reír, con los que puedo desarrollar una relación no solo de dependencia sino de una variedad infinita de sentimientos. Dirán ustedes que el perro es un gran amigo, pero es al fin y al cabo un amigo al que se lo puede llamar “malo” con ternura (lo natural en una relación jerárquica). A un perro sus amos les ríen las travesuras, toman fotos y las celebran como se lo hace con un bebé o un niño pequeño. Pero nadie goza documentando los desastres causados por sus hijos mayores, maridos, mujeres, novios o amigos. Ni los llevamos con nosotros de aquí para allá sin preguntarles si desean acompañarnos. Ni los dejamos solos y encerrados. No, a un amigo no podemos hacerle eso. Perderíamos su amistad (o terminaríamos presos).

Las relaciones de amor y amistad con otros seres humanos son exigentes, nos obligan a desarrollar nuestra inteligencia social y a madurar emocionalmente. Es comprensible que ante este reto agotador, la relación con un perro sea remanso y refugio. Gran amigo, si lo entrenas correctamente regresa a ti incluso tras una patada (a fin de cuentas, de ti depende su supervivencia). Incluso a los heroicos pastores alemanes, valientes rescatistas, se les puede entrenar para perseguir y aterrorizar. Canes inteligentes y ávidos por complacer, fueron sistemáticamente utilizados por los nazis para mantener el orden en campos de concentración y de exterminio. Algunos perros pasaron a la historia por su bestialidad. Ustedes me dirán: los malos son sus dueños que así los educaron. Y tienen razón. Los perros no tienen más responsabilidad que su obediencia, su afán de complacer, su habilidad para aprender cualquier cosa que se les enseñe. Son como esos burócratas que en la época del nazismo se lavaban las manos de las atrocidades que estaban favoreciendo con la justificación de “yo solo cumplo órdenes” (y en Alemania, todavía, escucho esta justificación a diario, así que rezo para que las “órdenes” sigan siendo de las buenas…).

Hijos obedientes, los perros. Y cuando hacen diabluras, tiernos. Amigos devotos. Sus dueños (especialmente cuando son personas mayores cuyos hijos ya abandonaron el nido o jóvenes que optaron por perro en lugar de pareja o hijos) suelen perder la cabeza por ellos, llenándoles de regalos (mercado billonario) y mimos. ¿Y a ti qué te importa la relación de la gente con sus perros?, me dirán ustedes. Y tienen razón, soy una metiche. Pero ya que las ciudades se han convertido en letrinas públicas para sus amorcitos, tendrán que comprender y perdonar que me cueste mantener bajo control esta, mi animadversión animal. (O)