Yo también era parte de esa inercia colectiva, que la juzgaba por aspectos relacionados con su vida personal y que nunca me tomé el tiempo necesario para corroborarlos. Desconocía su obra, y me limitaba a culparla por la disolución de los Beatles. Sin embargo, mi recorrido por el Centro Cultural Metropolitano de Quito me permitió informarme más y reconocer los méritos de Yoko Ono y de su obra.

Ono se formó abrigada por las comodidades que le brindaba ser parte de la segunda familia más acaudalada del Japón. Sus iniciaciones en el activismo se dieron desde joven, cuando entra a la universidad a estudiar filosofía, en un país que no le permitía a las mujeres realizar ese tipo de estudios. Posteriormente, forma parte de “Fluxus”, una comunidad artística que tuvo sus momentos cumbres entre los sesenta y setenta, donde se cuestionaba la pasividad del observador. De ahí que gran parte de la obra de Ono expuesta en Quito se presente como una serie de instrucciones que se deben realizar para eliminar las distancias entre el observador y el arte.

Al entrar en esta exhibición, el visitante es invitado a realizar composiciones plásticas efímeras con sus sombras y con pedazos de vajillas rotas. Cada uno de estos eventos, trae consigo un acto de reflexión; reparar un plato se convierte en la oportunidad para reflexionar sobre qué hacer con los pedazos en los que hemos fragmentado el mundo. Una sala lleva a la reflexión sobre la relevancia del agua como componente fundamental para la vida, y cómo nuestros restos mortales se convierten en agua, antes que en polvo, contrario a las creencias populares.

Yoko Ono no ha sido, ni será un personaje comparable con Picasso, o con cualquiera de los nombres que vienen a la mente de las colectividades cuando escuchan la palabra “arte”; y quizás ese sea su mayor mérito. No trata de cambiar el arte, solo la forma en que nosotros nos aproximamos a él. Ello implica una participación activa que busca generar reflexiones, lejos de la contemplación pasiva de las élites. Creo que esos mismos términos sirven también para definir la gran gestión realizada por Pilar Estrada, durante su dirección del Centro Cultural Metropolitano de Quito.

El nombramiento de Estrada es sin duda alguna uno de los pocos aciertos de la actual administración municipal quiteña, pues ha diversificado el repertorio de exhibiciones, alejándose de la visión esnobista que gobernaba en la ciudad; ha logrado un gran interés en la comunidad, que ha aumentado el número de visitas al CCM y ha consolidado la exhibición de obras de arte contemporáneo como canal de discusión sobre nuestra esencia cultural y nuestra identidad. Discusiones necesarias en nuestro país, por muy incómodas que estas puedan resultar.

Veo con agrado que la gestión cultural en este país cambie, como ha ocurrido en este Centro Cultural Metropolitano, renovado y liberado de prejuicios. Pilar Estrada ha logrado que la gestión cultural pública ofrezca nuevas perspectivas a los consumidores de arte, cansados del paradigma sedentario que convierte los logros artísticos en modas, y las expresiones de vanguardia en banalidad. (O)