Creada originalmente en 2011, la Alianza del Pacífico (ADP) tiene tres objetivos básicos. En primer lugar, promover una integración más profunda de las economías y alcanzar progresivamente la libre circulación de bienes, capitales, servicios y personas. En segundo término, lograr un mayor crecimiento económico, desarrollo y competitividad de los países miembros. Por último, consolidar al bloque como una plataforma política y económica con proyección al mundo y en particular a la zona Asia-Pacífico (al estilo de los denominados BRIC).

Para alcanzar esos objetivos, teniendo en cuenta que los países de la ADP han suscrito múltiples tratados comerciales a nivel mundo, lleva adelante un proceso de convergencia de tales acuerdos e iniciativas que los profundizan y complementan, en perspectiva de su mejor inserción en la economía global.

En la última cumbre de la ADP celebrada en Puerto Vallarta, México, la semana pasada, los presidentes de Colombia, Chile, México y Perú expresaron, entre varios otros asuntos, su beneplácito por el interés del Ecuador de vincularse al bloque en calidad de Estado Asociado y reiteraron su voluntad de iniciar de inmediato un proceso de análisis conjunto.

De ahí el título de este artículo: “La ADP y el Ecuador” y no al contrario. Los miembros evaluarán la pertinencia del modelo que en términos de política comercial aplique el país y su intención de llegar a los niveles de liberalización que convenga al bloque y justifiquen su vinculación plena. Un proceso complicado, cuyos resultados dependerán del modelo económico que aplique el país, algo que aún no se conoce explícitamente. Por la tardanza de estos años, serán más altos los riesgos en las posibles negociaciones.

En la práctica, de llegarse a los acuerdos del caso, la adhesión a ese esquema de integración supondría la vinculación a un bloque que en América Latina concentra casi 230 millones de habitantes; promedia un PIB per cápita cercano a los 18 mil dólares; genera alrededor del 50% del comercio global de la región; y, entre otros indicadores, recibe una parte muy importante de las inversiones extranjeras que fluyen al continente. Sus posibilidades se reflejarían –bajo ciertos supuestos– en el crecimiento económico-social y en la modernización del aparato productivo.

El mundo actual no admite la improvisación ni el letargo en materia de regulación macroeconómica y comercial. Tampoco admite presunciones.

Los países de la ADP aspiran sobre todo a atraer mayores flujos de inversión extranjera directa (IED), lo que depende del modelo de regulación que aplican y de la reducción de barreras para facilitar el emprendimiento de negocios, así como de mayores inversiones recíprocas. Esta visión va de par con el impulso acordado a la apertura comercial de bienes, servicios y capitales, y –algo innovador– al empeño por lograr una mayor vinculación financiera, uno de los ejes centrales del esfuerzo integrador.

Se promueve la integración financiera regional en ámbitos tan diversos como la gestión de la deuda, de fondos especiales, de los fondos de pensiones y de los esquemas de supervisión bancaria-financiera, entre otros. La creación de un mercado financiero único, de amplio alcance, implica un gran reto para los países. Ecuador debería estudiar desde ya cuál sería su posición al respecto.

El Tratado ADP es, en la práctica, un acuerdo comercial de los denominados de “última generación”. Está “cobijado” por las normas generales de la Organización Mundial del Comercio (OMC), pero tiene un alcance liberalizador mayor al que deriva de los compromisos de las correspondientes listas nacionales negociadas por los países ante la OMC.

De ahí que a la fecha la liberalización del comercio de mercancías –cero arancel– supera en la ADP el 95% de ítems. Hay metas similares en servicios, materia en la que los países de la ADP son parte activa, además, de las negociaciones TISA (Trade in Services Agreement, de las siglas del inglés), en las que participan solo un grupo de países de la OMC. Estas negociaciones tienen un carácter reservado, pero se conoce su objetivo ampliamente liberalizador para el suministro de servicios –de carácter exclusivamente transfronterizo– y la negociación de normativas regulatorias (sobre lo que hay gran controversia). Finanzas, se ha dicho es esencial, así como las clásicas materias en acuerdos similares: propiedad intelectual, compras públicas, inversiones, etcétera.

En esta nota no es posible reflexionar in extenso sobre las características de la posible vinculación del Ecuador, que asumida seriamente sería una opción que ofrece posibilidades pero, una vez más, en el marco de una gestión macroeconómica correcta.

Cabe, sí, reiterar que hay precondiciones que resultan ineludibles, entre otras: i) la definición clara de que habría efectivamente un cambio de “modelo” respecto del ‘ensayado’ en los últimos años; ii) el restablecimiento, de hecho, de los equilibrios fundamentales, lo que supone la definición urgente de un Plan Económico Integral, con prioridades y reglas de aplicación consistentes; iii) la gestión del comercio exterior bajo políticas integradas y sectorialmente interrelacionadas, que favorezca el cambio de la estructura tradicional; iv) la estimación (ex ante) de opciones de alta y mínima respecto de los impactos exportación, importación, empleo, precios, tasa de inflación, transferencias, bienestar, para la precisión de acciones correctivas; v) consensos serios entre Estado, empresarios y trabajadores –cuya integración es determinante–, al margen de intereses corporativos (tratamientos preferenciales de cualquier tipo, tributarios especialmente); vi) la definición urgente de acuerdos sobre inversión y arbitraje internacional compatibles con el modelo ADP; en fin, vii) la capacitación oficial y del sector privado y trabajadores respecto de las modalidades y técnicas de negociación en el marco ADP.

Un proceso de esta naturaleza exige credibilidad (estabilidad, consistencia y consenso), como condición de una política comercial operativa, que finalmente genere tales inversiones (por ahora, solo intenciones) y crecimiento y minimice las distorsiones en las decisiones de consumo, producción e importaciones de los distintos agentes económicos. El mundo actual no admite la improvisación ni el letargo en materia de regulación macroeconómica y comercial. Tampoco admite presunciones. Es, aunque tardíamente, hora de programar el futuro.

(O)