Hace muchos años, yo amaba el Mundial. Esperaba cuatro años para disfrutarlo, escuchando los partidos por la radio hasta mi adolescencia, y luego mirándolos en la televisión. Memorizaba los equipos, grupos, llaves, calendarios, y alineaciones. Pero últimamente ya no me interesa tanto. Quizás porque ahora son muchos equipos, o porque hay intereses en juego que nada tienen que ver con el deporte, o porque la ansiada participación de un país en la etapa final de un Mundial no cambia necesariamente la miseria económica, política y moral de ese país llamado Ecuador, Argentina, Brasil o algún otro. Actualmente, yo “amoodio” el Mundial.

Si la FIFA amplió la participación en la etapa final de 16 a 32 seleccionados nacionales, no fue por difundir la práctica del fútbol en todo el mundo. Fue por multiplicar la billonaria masa de espectadores y consumidores que engordan sentados mirando los partidos. Fue por incrementar los ingresos de los negocios, marcas y empresas que auspician el Mundial, y que no se limitan a los fabricantes del balón oficial y la indumentaria deportiva. Ingresos billonarios que solo secundariamente benefician a los pequeños países del sudeste asiático donde ha florecido la industria maquiladora, o a la China inmensa donde prospera la industria falsificadora. Ingresos que no llegan hasta los ciudadanos de nuestro continente, excepto los corruptos dirigentes del fútbol y los acaudalados propietarios de las cadenas de televisión.

La FIFA es un “Meta-Estado” que se sostiene con el pretexto del fútbol. Un imperio corruptible y corruptor que le paga mucha plata por partido a Maradona para que “haga de Maradona” ante las cámaras. Una transnacional que apela al nacionalismo de baja estofa allí donde la miseria se mantiene. Es ahí donde los periodistas deportivos tienen una alternativa ética: o le hacen el juego a la FIFA promoviendo la estupidez de las masas, o les enseñan a ser más civilizadas, a cuestionar su fanatismo y a ser más rigurosas con sus “ídolos”, con sus dirigentes, con su periodismo deportivo, con sus líderes nacionales y consigo mismas. Porque si uno mira y escucha, en estos días, por un ratito, a ciertos comentaristas argentinos de ESPN y de Fox Sports cantando el tango “Por qué salimos del Mundial”, y a sus émulos ecuatorianos con el pasillo “Por qué no fuimos al Mundial”, uno podría entender parcialmente “Por qué algunos países sudamericanos estamos a la cola del progreso mundial”.

Sin embargo, mirando algunas escenas de televisión de Rusia 2018, renace momentáneamente en mi corazón aquel viejo amor. Aprendiendo con los aficionados japoneses a recoger la basura; viendo llorar a los niños argentinos, uruguayos o brasileños porque todavía creen que ganar un Mundial con futbolistas que juegan en Europa cambiará su suerte y la de su país; simpatizando con los derrotados que lucharon bravamente; complaciéndome cuando gana el más débil; escuchando al Maestro Tabárez; admirando la tenacidad del pequeño gigante Croacia; verificando que los equipos les ganan a las estrellas del fútbol; observando a los aficionados de países adversarios sentados codo a codo sin trompearse. Después de todo, y a pesar de la FIFA, en un Mundial de fútbol puede aflorar lo mejor de nuestra condición humana… por un mes. Actualmente, yo ”odioamo” el Mundial.

(O)