La exposición titulada El caos invisible, que recoge la obra última, o tal vez ya antepenúltima, de Jaime Zapata, se clausuró el 29 de junio... nada menos. El artista ecuatoriano reside en Perpiñán, preferencia que sigue la tradición de muchos grandes maestros (Van Gogh, Cézanne, Matisse... ni los menores ni los únicos) que han escogido asentarse en el Midi, el mediodía francés, con su luz purificada por el mistral. No se convierte por ello en pintor francés, aunque tampoco puede considerarse un pintor ecuatoriano, todo esto no por razones de pasaporte, ni de las temáticas, que constituyen un documento falsificable, de abuso y deterioro como todo pasaporte. Lo que pasa es que este quiteño de sesenta años, que conserva en su mirada y en su risa esa picardía traviesa con la que lo conocimos hace ya más de siete lustros, dialoga con el arte universal, con el gran arte occidental, para ser más que nunca él mismo.

Su arte es un manifiesto de humanismo radical, de respeto y de amor por la condición de mujeres, de hombres y de niños que representa en toda su dignidad y en toda su belleza.

Su muestra demuestra lo que muestra y ya sabíamos, que es el representante de la mejor figuración, una figuración centrada en la figura humana. Su arte es un manifiesto de humanismo radical, de respeto y de amor por la condición de mujeres, de hombres y de niños que representa en toda su dignidad y en toda su belleza. Ese caballo está enternecedoramente humanizado en su perfección equina y nos transmite la misma consideración que podría provocar digamos el niño dormido, que aparece en varios cuadros en los que se ha conseguido retratar la tibieza misma de la habitación. Todos estos valores, más la habilidad, la sapiencia en el dibujo y la coloratura audaz pero sin estridencias, dan forma a una espléndida multitud de personas, eso es de personas, es decir, de individuos. No sé qué impresiona más si sus abundantes desnudos, en los que el erotismo está subsumido en la perspicacia psicológica y en el refinado estudio, o los cuerpos vestidos, excitantes en el más completo de los sentidos, en los que, para recrearse, a veces, registra los detalles del ropaje, con un cuidado y una comprensión que se había perdido desde el Renacimiento... resonaba en mi oído interno un verso de Cohen, el bardo canadiense, “I love your body, and your spirit and your clothes”.

Con su iracundo autorretrato Sabatina, un guiño político con el que ya nos dijo todo, pone un acento sobre su condición de artista libre sin más compromiso ni posición que su reflexiva estética. Llama la atención la serie de muchachas asiáticas retratadas en su intimidad. Ni una pizca de exotismo, ni una gota de corrección política, nada más allá de las atmósferas de los interiores densos en los que se ve desenvolverse y vibrar a estas jóvenes cuya tersa vitalidad no se disuelve en ningún preconcepto. Después de eso cualquier palabra sobre integración o pluralismo solo contaminaría la silenciosa contemplación que merece esta espléndida coronación de lo que para nosotros es la clave del arte de Zapata, su reverente pero inquisitiva devoción por el otro. (O)