Admirador del Quijote –al que dedicó decenas de textos–, admirador de Flaubert y de Conrad, ¿por qué Borges tuvo esa tensión contra la novela?
Más que encontrar una respuesta directa, me interesa lo que implica su actitud. En su prólogo a Los demonios de Dostoievski, Borges recuerda que Nabokov declaró que no había encontrado una sola página de Dostoievski digna de ser incluida. Esto quiere decir, explicó Borges, que Dostoievski no debe ser juzgado por cada página sino por la suma de páginas que componen el libro. Este comentario resume, emblemáticamente, lo que pensaba respecto a su propio arte de escribir. A él le gustaba ser juzgado no solo por cada página, sino por cada párrafo, incluso más, por cada línea y cada palabra. En resumen, por cada verso memorable. El procedimiento borgeano no es expansivo ni centrífugo, sino centrípeto, es decir, se mueve hacia el centro o atrae hacia él.
Ricardo Güiraldes, el autor de Don Segundo Sombra, celebró en alguna ocasión a Borges que pudiera leer en inglés porque podría leer en la lengua original a Kipling. Tiempo después le obsequió un ejemplar del Ulises, y dijo Borges: “Ante ese libro realmente sentí lo que es el vértigo; me encontré como perdido”.
El verdadero laberinto borgiano no es la biblioteca. Es la novela. Esa novela laberíntica del siglo veinte que se dispara en todas las direcciones, como dice Enrique Vila-Matas. Esa novela parecida a la que corona ese cuento tan extraño que es “El jardín de senderos que se bifurcan”. Allí, el narrador chino, el doctor Yu Tsun –cuyo antepasado, Ts’ui Pên, había escrito la novela El jardín de senderos que se bifurcan– escucha atentamente la explicación razonada del inglés Stephen Albert. “Ts’ui Pên diría una vez: me retiro a escribir mi libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto”. Y poco después añade: “nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto; la confusión de la novela me sugirió que ese era el laberinto”. Trece años estuvo Ts’ui Pên escribiendo su laberíntica novela. Trece años que uno podría creer imposible para dedicarse a un solo libro, pero que ahora sí creo posible. Con toda seguridad, la popularización del género novela, en su registro realista, psicológico o ansiosamente argentino o latinoamericano, o simplemente nacionalista, molestaban a Borges.
“Los ejecutores más gloriosos de la novela –Cervantes, Defoe, Conrad, Dostoievski, Flaubert– parecen (dijo Borges) haber sido más observadores que pensadores, más enamorados de lo concreto que algebristas y músicos de lo general”.
Borges era un algebrista, un músico preciso de la palabra. El novelista maneja masas y tiende al caos o lo busca. Philip Roth dijo que para él escribir una novela era colocar a un personaje en medio de un problema y ver cómo salía. Y esto es lo que Borges también revela, sin decirlo.
Su imagen era la de un hombre sereno. Quizá esa fue su mayor invención. Más allá de la desgarradora versión de su biógrafa, María Esther Vásquez, yo también creo que fue un hombre tan divertido como atormentado. El hombre que escribió el siguiente dístico es un individuo atormentado: “Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca / aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach”.
El novelista necesita, perversamente, abrirle las puertas al caos y al desorden, a aquel monstruo que sabe que no va a poder controlar y que se le escapará de las manos. Solo le queda una herramienta: el sentido de su composición, su armazón general.
Ubicado en un caos de cruces identitarios, genialmente consciente de sus límites, desarraigado en una Argentina que se le iba y que no quería dejar que se fuera, Borges era un hombre que necesitaba orden. Necesitaba esa simetría bajo control de un cuento acotado y breve, de un ensayo que comprimía mundos, de un poema que cifrara en perfectas rimas lo que ya no podría ser rimado como antes. Borges era el mismo caos en busca de la perfección cristalina. Y ese es el sentimiento de terror que siente ante El aleph en su cuento homónimo, ese dispositivo donde todo se ve y amenaza expandirse al universo. El protagonista huye atormentado. Al despedirse de Daneri, le dice: “Me negué, con suave energía, a discutir el Aleph; lo abracé, al despedirme, y le repetí que el campo y la serenidad son dos grandes médicos”.
El novelista, en cambio, tiene un temperamento contrario: es ordenado, mesurado, escribe con horario, y se queda sentado como dijo Walter Benjamin. Pero hay algo en él que le pide el abismo. El novelista necesita, perversamente, abrirle las puertas al caos y al desorden, a aquel monstruo que sabe que no va a poder controlar y que se le escapará de las manos. Solo le queda una herramienta: el sentido de su composición, su armazón general. Así lo han hecho los novelistas modernos. Han intentado sobrellevar su atracción por el abismo con una geometría nueva, novelística, con un desorden donde todo quiere entrar y donde, finalmente, entrará al precio del desequilibrio que escapa de la academia, de la norma, de los editores, o de ese estamento peor de los militantes o fanáticos que instrumentalizan las novelas. Y no van a librarse nunca de aquel comentario que se ha vuelto una validación: “a esa novela le sobran cien, doscientas o trescientas páginas”.
Borges fue absolutamente moderno rechazando las simples novelas acumulativas. Su actitud es antinovelística. Por lo mismo favorece la escritura de antinovelas. Fue un hombre atormentado porque olvidamos fácilmente, imaginándolo en una biblioteca, que estuvo ubicado en el caos del siglo veinte, sobreviviendo dos guerras mundiales, y que ante tamaño caos soñó con formas perfectas, y las alcanzó. Por eso siempre le sorprendió la praxis clásica de los autores románticos como Poe. Él la siguió: fue un clásico como solo pudo serlo él durante el siglo XX, el último aristócrata de la mente. Nosotros, siguiendo la herencia de Flaubert, hombres ordenados, burgueses, con mediocres vidas reguladas y políticamente correctas, con pasaporte en regla y, a veces, discretas rebeldías en redes sociales, tenemos como espacio de libertad el caos y el abismo de las grandes novelas. (O)