Tengo que confesar que me molesta la pedantería moderna de creer que cada descubrimiento o afirmación de un contemporáneo es de hecho mejor que todo el cúmulo de conocimientos del pasado. El desdén hacia la historia, los clásicos de la literatura y las humanidades es pan de cada día. La palabra conservador ha sido “elevada” a la calidad de insulto. Acaso una extraña y casi religiosa fe en que todo lo dicho hoy seguramente abarca y supera lo pensado por Platón o Cervantes. Esta actitud aparece con frecuencia en la literatura cuando se dice, por ejemplo, que la búsqueda del poeta por lo inefable fue algo de antaño, como si fuera una simple moda, así se escribía antes, ahora no. ¿En qué momento mutó el corazón del hombre y dejó de anhelar el amor, la arcana promesa de la nostalgia? Claro que varias de estas afirmaciones provienen de los académicos (disculpen la generalización): seres que ven y juzgan sin sentimiento, que describen el colorido y la temperatura de la poesía sin quemarse. Pero no divago más.

Los grandes inventos fueron creados hace varios siglos. Las semideidades algorítmicas y el resto de monopolios de la atención y la información que son esas escasas redes sociales y motores de búsqueda no se comparan con la radicalidad de una sola copa de vino. ¿Quién fue el iluminado que tras una uva entrevió el vino? ¿A quién se le ocurrió prensar esa pequeña fruta y luego dejarla reposar/fermentar para finalmente atreverse a beberla? Un genio. Lo mismo los que inventaron la cerveza o el whisky. ¡El que vio el tigrillo tras el verde! Eso es ser visionario, audaz. Les digo, puedo entender que se haya querido escribir el relato de unas hazañas, volver la tradición oral en escrita, tender una red internacional que fagocite la información (la privada también), pero no puedo comprender cómo alguien fue capaz de ver una uva y tras ella el vino. Diríamos: en un par de años será práctica común que los autos vuelen, está al caer, es consecuencia lógica. Pero quién diría que mañana se inventa un plato tan pasmoso como el vino a partir de, ¿quién sabe?, la guayaba o la granadilla. Eso es pura inventiva, sacar de la aparente nada el oro.

Con “oro” no me refiero aquí al desenfrenado ímpetu de acumular capital, sino al de elaborar cosas que sean valiosas solo por existir (generen o no grandes cantidades de dinero). Volviendo al hoy-y-ahora, qué importante entonces el esfuerzo de esos pocos que salvaguardan el espíritu artesano. Es la idea de “el consumidor es lo primero”, aunque no como demagogia empresarial sino como el compartir de una experiencia. El vino no es más trascendental que las redes sociales por su sabor tanto como por el ritual que conlleva, el que exija detenerse a degustar, a sentir más intensamente el mundo. No es un placer en serie sino un momento. ¿Cómo llegamos al helado o al café? Por ahora solo queda sonreír ante esos otros visionarios que conservan la tradición y la disparan hacia lugares inusitados. Y, ¿por qué no?, cerrar el día con un sorbetto o un espresso en Traviesa.

(O)