La sola idea del encuentro Trump-Kim Jong-un suscita la imagen del mundo caminando en la cuerda floja. El fracaso en la negociación podría traer de nuevo la amenaza de la guerra nuclear. La reunión viene precedida por otro simbólico encuentro entre los dos líderes coreanos en la línea de demarcación militar que divide la península. La cita sirvió para calmar las crecientes tensiones y empezar a hablar de desnuclearización o de un acuerdo de paz que ponga fin oficial al conflicto bélico que enfrentó a las Coreas y que acabó en 1953 con un alto el fuego. Ha sido precisamente el presidente surcoreano quien ha fungido como primer mediador ante la Casa Blanca que venía aplicando una política de “máxima presión” combinada con amenazas militares apocalípticas y de un vocabulario de “fuego y furia”. Es posible que las severas sanciones económicas internacionales y las aplicadas por Washington hayan sido esta vez más efectivas gracias al apoyo de Pekín (que recibe el 90 por ciento de las exportaciones norcoreanas), al golpear la ya maltrecha economía de este país y ablandar en algo al régimen de Pyongyang, insuperable en las artes del engaño. Si bien es un lugar común en la geopolítica internacional dudar de las intenciones de sus líderes, en este caso la desconfianza es mayor al no haber ninguna certeza de que Kim pretenda renunciar a su arsenal nuclear, tras ensayar con éxito una bomba de hidrógeno y varios misiles balísticos intercontinentales, única garantía de supervivencia con la que cuenta. La actitud de diálogo muy bien pudiera esconder un sofisticado y maquiavélico plan.

Los analistas advierten que el orden mundial vigente en los últimos setenta años entró en proceso de fragmentación “bajo la presión de tensiones económicas sistémicas, creciente nacionalismo y una pérdida generalizada de confianza en las instituciones internacionales y nacionales establecidas”. Entre muchos conflictos, destacan escenarios de alta tensión: entre las potencias del Asia Pacífico, China y Japón por las islas Senkaku, de apenas 6 kilómetros, pero con vastas reservas de hidrocarburos; Siria, donde desde 2004 convergen intereses de las grandes potencias y operan los ejércitos de Estados Unidos Rusia, Francia e Irán, entre otros. Algunos de ellos potencias nucleares, y otros que, como Siria, acuden al uso de armas químicas de extinción masiva.

Como factor de tal fragmentación se anota la pérdida de la hegemonía estadounidense sin que las nuevas potencias puedan por ahora llenar ese vacío. El resurgimiento de Rusia dentro del poder mundial no le alcanza para aspirar a la hegemonía, pero sí para generar contrahegemonías en vastas áreas del mundo –además del espionaje cibernético– particularmente Irán, Siria, los populismos latinoamericanos, Turquía, Grecia, por nombrar algunos. China, con el reciente éxito de autoridad obtenido por Xi Jinping, está tratando de llenar la brecha dejada por el gobierno de Washington en el liderazgo del multilateralismo. En áreas como comercio e inversión, tecnología y valores, China está estableciendo estándares internacionales casi sin resistencias, cuanto más luego del portazo de Trump al comercio internacional, con ocasión de la reciente cumbre del G7. Pero existe el riesgo de que la opacidad de su economía y el propio vigor expansivo de su influencia internacional hagan de China un nuevo factor de riesgo antes que de remediación.

No buenos augurios se están expresando para este año por parte de diversos informes de geopolítica; se advierte que la acumulación de tensiones desde el 2017 podría estallar a fines de este año en una crisis geopolítica y del comercio mundial, similar al colapso financiero de hace una década. Cualquier error de cálculo o de juicio podría provocar conflictos internacionales, especialmente en temas como los ataques cibernéticos, Corea del Norte, Siria, Rusia, el terrorismo y la impredecibilidad de Trump. (O)