Si algo de bueno tiene la elección de la excanciller Espinosa a la Asamblea de Naciones Unidas es que se presenta la mejor oportunidad para hacer un viraje radical en la política internacional. O, más bien, para volver a tenerla, ya que esta se perdió en el decenio pasado. El beneficiario sería no solamente Lenín Moreno, que podría abandonar la posición pasiva que ha tenido hasta ahora y que ha permitido arbitrariedades como el otorgamiento de nacionalidad a Assange, el apoyo al régimen autoritario de Maduro o los elogios al criminal dúo neo-somocista Murillo-Ortega. El principal favorecido sería el Ecuador, pero previamente deberían cumplirse ciertas condiciones básicas.
La primera de esas, de cortísimo plazo, es que desmienta rápidamente los rumores sobre la posibilidad de que el nuevo canciller sea uno de los que ya ejercieron durante el correato. Para comprobar que ninguno de ellos servía para el cargo solo se requiere que el presidente pase revista a lo que hicieron y lo que dejaron de hacer. Todos, sin excepción, pusieron una ideología mal aprendida y peor digerida por encima de los intereses nacionales. El infantilismo religioso-revolucionario de su líder lo trasladaron de manera mecánica al campo internacional y lograron situarle al país en el grupo de los perdedores de la globalización. Sus heroicas luchas fueron contra las oportunidades que se presentaban para una inserción ventajosa en el campo internacional. Basta recordar que todos ellos se tragaron lo del jaguar americano y otras payasadas de ese tipo que solo sirvieron para enriquecer a los publicistas del régimen. No podía ser de otra manera, si ninguno de ellos entendía una sola letra de relaciones internacionales. Reciclar a uno de estos sería un error de grandes dimensiones.
La segunda condición, una vez nombrada una persona calificada para el puesto –en lo posible alguien de carrera–, es someter a la Cancillería a una evaluación objetiva y profesional. Nadie desconoce –excepto los correístas fanáticos– que la Cancillería fue desmantelada. Pero además de esa comprobación, hay que sopesar la magnitud y las características del daño. Ya se ha repetido hasta el cansancio que es muy fácil destruir en tiempos muy cortos, pero que volver a construir cuesta vidas enteras. Eso es lo que se requiere hacer con esta institución que era una de las tres o cuatro que se consolidaron a lo largo de décadas y que fueron arrasadas por la banda que las copó íntegramente (al Banco Central lo convirtieron en caja chica, a la Contraloría en agencia de recaudación de coimas y tapadera de los sobreprecios y solamente las Fuerzas Armadas lograron salvarse por razones obvias). Hay que comenzar desde más abajo, de cero.
Conjuntamente a lo anterior, es imprescindible ir a lo de fondo, que es definir los principios de la política exterior. Esa es la tarea más ardua y la que debe englobar a las otras. Reciclar a un malo conocido constituiría una gravísima repetición de la mezcla tóxica de incapacidad, dogmatismo e interpretación fantasiosa de la realidad internacional. La renovación es un imperativo. (O)
* Este artículo fue entregado antes del nombramiento del nuevo canciller.