En este último año, el Ecuador ha dado pasos firmes para retornar a la democracia y, con ella, luchar porque el Estado cumpla con su razón de existencia: proteger los derechos fundamentales de sus ciudadanos y procurarles la satisfacción de sus necesidades vitales.

Lenín Moreno, con el apoyo denodado de la ciudadanía, gremios, movimientos sociales, prensa e incluso de partidos de contrarios a la revolución ciudadana, emprendió la titánica tarea de desintoxicar al Ecuador del correísmo, impregnado en prácticamente todos los ámbitos del sector público.

Y la descorreización no pasa por la mera intención de sustituir funcionarios públicos, como generalmente ocurre en todo cambio de gobierno, sino de erradicar prácticas autoritarias y corruptas, que lejos de mirar el interés ciudadano estuvieron enfocadas en satisfacer egos y bolsillos, perseguir opositores, alcahuetear a los afines, y luego de ido el supremo, a esconder evidencias y defender oscuras ejecutorias de la última década, que tanto daño les ha causado a los ecuatorianos.

Usted podrá pensar, amigo lector, que con la caída del cancerbero del correato (Consejo Nacional de la Judicatura) habrá concluido la depuración de las defensas que dejó la década perdida para eludir responsabilidades frente a la justicia y la historia. Que solo falta la Corte Constitucional correísta, que agoniza intentando legitimar con sentencias “populares” su espurio origen y actuación como brazo de persecución judicial o legitimación de los atropellos de la dictadura, según el caso.

O que con las superintendencias que faltan por evaluar y destituir, y el reemplazo por nuevas autoridades decentes, el trabajo de devolver la institucionalidad democrática habrá concluido.

Lamentablemente, lo mencionado no será suficiente. Y sería un craso error pensarlo, pues el correato late en una enorme cantidad de servidores públicos enrolados en todas las instituciones del gobierno central, que le deben todo a la dictadura. Que cambiaron su vida de manera meteórica en la última década, que viajaron por el mundo con fondos públicos, que ganaron títulos académicos y maestrías pagadas por el Estado, y que solo entienden el poder y el Estado desde la visión del correato.

Que seguirán defendiendo los atropellos en los que ellos creen fervientemente, y de los que ellos fueron parte, y que circunstancialmente esbozarán una sonrisa forzada a la nueva autoridad que tengan que soportar, clamando por el retorno del caudillo, algún día.

Rafael Correa vive en ellos, y creer lo contrario es no entender la dimensión política del anterior gobernante, quien, a pesar del bajón por el que atraviesa, y que con seguridad se empeorará en la medida en que la Fiscalía y la justicia se sigan liberando, conserva un nivel de aceptación que muchos encumbrados políticos brincos dieran por tenerla.

Toda esa joven tropa, forjada al calor del correato, enquistada en el Estado y devota del supremo Mashi, es la verdadera y más peligrosa defensa del correato. Esa es su verdadera y más peligrosa siembra.

Decía Winston Churchill, “… la política es casi tan emocionante como la guerra, pero no menos peligrosa. En la guerra nos pueden matar una vez; en política, muchas veces…”.

Cuidado con pensar que el correísmo ha muerto. Cuidado. (O)