La doctrina que considera que el “bien común” es el propósito del Estado es en extremo peligrosa, porque supone que el Gobierno sabe cuál es el “bien común”, o sea qué es lo que le conviene a todos y cada uno de los ciudadanos. ¿Qué es el bien? Si sabemos que el propósito de cada ser humano es la búsqueda de la felicidad, el bien debe ser todo aquello que lo acerca a la consecución de ella, es decir, lo que le permitirá cumplir en mayor medida su destino. Lo que le produce felicidad a cada persona es distinto, solo ella sabe qué necesita para ser feliz. Entonces, la “felicidad de los súbditos” no puede ser procurada por los gobernantes, porque no saben ni pueden saber qué la ocasiona. Muchas de las más crueles tropelías y de las más opresivas arbitrariedades se han tomado con el pretexto de lograr el bien común o el “buen vivir”. Normalmente lo que en realidad buscan es afianzar el poder y acrecentar la riqueza de los déspotas, pero puede haber casos en los que alguna autoridad tome duras medidas pensando sinceramente que lo hace “por el bien de la gente”... todavía hay padres y madres que golpean y humillan a sus hijos con un razonamiento parecido.

El propósito de los Estados debe ser el de precautelar los derechos que tienen los ciudadanos por el mero hecho de ser humanos. Por eso las funciones esenciales de las entidades estatales son las de procurar seguridad, que evita que los derechos sean vulnerados, y justicia, que los repone cuando de hecho han sido lesionados. Todo lo que va más allá de esto es ilegítimo. Las leyes solo son legítimas en tanto en cuanto cumplen estos propósitos, no pueden establecer obligaciones, sino solo proteger derechos. La única obligación con la que naturalmente nacen los seres humanos es la de respetar los derechos de los demás. Y esta obligación vale en tanto en cuanto lo que permite es que todos disfruten por igual de sus derechos naturales.

Estas reflexiones me surgen cuando veo que se proponen reformas a la LOCA (Ley Orgánica de Comunicación Amordazada). Lo que había que hacer con ese esperpento normativo era derogarlo integralmente. Como hay mañosas normas constitucionales que respaldan su existencia, la consulta popular era la ocasión para acabarlo de una vez. A pesar de que desde distintos ámbitos planteamos esa posibilidad, no se la tomó en consideración y ahora hay que recurrir a la incierta vía de las reformas legislativas. Incluso se ha debido acudir a tribunales internacionales para poder saltar ciertas disposiciones de base constitucional, subterfugio que, a pesar de su legalidad, parece un poco desesperado. Este código es el más meridiano ejemplo de una norma ilegítima, pues a pretexto de defender un supuesto y mal definido “derecho a la comunicación”, socava la básica libertad de expresión e impone obligaciones sin la efectiva contrapartida en derechos. Su destino será, más temprano que tarde, el tacho de basura.

(O)