Ya Leticia Loor de Plaza me lo había dicho –tal como lo ratifica su carta a este diario del 24 de mayo–: no llegan suficientes y significativos títulos a las librerías de la ciudad. Su condición de conductora de talleres de lectura la pone a buscar novedades en número suficiente para proveer a grupos de mínimo una docena de personas, y no tiene dónde elegir. Situación difícil y desesperanzadora para ella y para quienes seguimos creyendo que la lectura renueva y amplía la vida.

Son muchas las iniciativas que necesita la existencia del libro en nuestro medio. Los lectores vemos que se reduce el ámbito de las acciones en pro de este inmemorial producto de la cultura. Un signo desalentador es el visible distanciamiento de las nuevas generaciones del acto de leer o de ese hiato entre niños lectores y adolescentes indiferentes a todo lo que no sea tecnología. Clavados en los celulares o en las pantallas de cualquier tamaño, discípulos de la imagen y del sonido, ven insípidas las páginas con solamente palabras. La imaginación no es un territorio que frecuenten si consumen frutos que dan todo hecho.

¿Habrá el colegio renunciado, me pregunto, al creativo y desafiante ejercicio de incentivar la lectura? ¿No hay establecimientos que han implementado tabletas en su uso escolar las que, conectadas a la red, ofrecen la biblioteca del mundo? En cortas y directas preguntas, ¿por qué no leen los colegiales? ¿Cómo, en domicilios de padres y madres lectores, crecen jóvenes apáticos, reducidos de conocimientos, ciegos a la gigantesca puerta siempre abierta de las historias eternas?

El año pasado tuvimos la noticia de la creación de parte del Gobierno, de la Campaña de Lectura José de la Cuadra. ¿Dónde están sus acciones? ¿Qué engranajes ha movido?

Dentro de la interacción social de las causas y los efectos, juegan un papel fundamental la publicación, importación y circulación de los libros, es decir, su lado comercial en el cual las reglas del juego son las del mercado. Producto que no se vende, se retira; clientes que consumen poco, no se atienden. Y es donde parece centrarse la queja de Leticia porque ella toca las puertas de los almacenes para comprar. Y allí se estancan sus gestiones de dinamizadora de la lectura.

Pero todo está interconectado. La literatura está viva y creciente, son muchísimos los autores dignos de leerse, tanto, que cualquier evento es estímulo para una curiosidad nueva (esta semana, la muerte de Philip Roth que arrastra la atención sobre su implacable narrativa; el premio Princesa de Asturias para Fred Vargas, la notable narradora de novelas policíacas). Las publicaciones nacionales son frecuentes, aunque conciten menor y hasta ninguna atención de los medios. En las redes sociales se mueven los esfuerzos de autores que no tienen otro medio para hacer visibles sus obras y esperar que florezcan interesados en un nombre nuevo.

Porque publicar se convierte en un mero dato informativo, cuando no está de por medio la voz instigadora, persuasiva de que vale la pena el solitario acto de leer, de detenerse en el tráfago ruidoso de la existencia cotidiana para sumergirse en una burbuja de soledad y silencio que deje fluir el rumor –a veces, la avalancha– de la vida imaginaria. (O)