Los escritos quedan, las palabras vuelan, se las lleva el viento. En este proverbio, “las palabras” aluden a la palabrería inútil, no a la palabra (en singular) que da cuenta de la responsabilidad por el pensamiento y el deseo. Si somos esclavos de lo que decimos y amos de lo que callamos, lo que escribimos –en cambio– nos coloca en la picota del examen público. Lo cual podría no ser muy comprometedor en una sociedad y en una cultura que, como la ecuatoriana, lee muy poco. Consuelo de bobos, si uno pretende ser consecuente con su inconsciente y con su deseo, es decir, con su palabra enunciada o escrita. Porque basta un solo lector agudo y crítico para cuestionar la consecuencia que cada columnista pretenda sostener.
El mayor peligro de mantener una columna periodística no proviene de la persecución de los tiranos mediocres y sus troles asalariados. El verdadero riesgo estriba en creerse todo lo bueno que digan acerca de uno, quedarse allí y refocilarse en ello. Un peligro que felizmente se conjura cuando alguien más inteligente y sabio que uno interroga cualquier escrito que hayamos perpetrado. Es decir, la amenaza no proviene de los otros ni del Otro de la sociedad y la cultura. El riesgo “inviene” de nuestro narcisismo no asumido, el que nos lleva a la infatuación, a creernos inteligentes, intelectuales y “formadores de opinión”, cuando apenas somos practicantes de la palabra y del pensamiento, igual que todos. No “somos” columnistas como esencia o substancia, solamente hacemos de tales.
No hay “ser” de columnista, ni de médico, ni de presidente de la República, ni de nada. Solamente cumplimos esas funciones en lugares simbólicos que ocupamos a partir de nuestra “falta-de-ser”. Tenemos el privilegio de escribir una columna en un periódico, en la que proponemos ideas, sugerencias y opiniones, y exponemos públicamente nuestra subjetividad. Porque en la prensa de opinión, no hay mito más insostenible que el de la “objetividad”. Quien pretenda imponer su opinión como un juicio “objetivo”, probablemente no tiene la menor idea de que su escrito es, en última instancia, una formación de su inconsciente, igual que todo lo que decimos en nuestra vida cotidiana. De manera homóloga, quien exija, desde la posición del lector, que el género opinión sea estrictamente objetivo, ignora que su propia lectura inevitablemente estará sesgada por su particular deseo y condición subjetiva.
Lo expuesto es pertinente cuando el gobierno de Lenín Moreno pretende cerrar –apuradamente– un capítulo negro de la situación de la prensa en el Ecuador, el de la década correísta. Cerrar sin juzgar ni castigar a quienes despilfarraron muchos millones de dólares de los ciudadanos en propaganda gobiernista y en persecución a la prensa no oficial. No necesitamos un engendro perverso como la Supercom y sus funcionarios. Pero ¿necesitamos una Ley Orgánica de Comunicación que regule el funcionamiento de los medios? O… ¿puede la misma prensa ecuatoriana autorregularse? Alternativa indecidible. Hay una tercera vía: promover que los ciudadanos, los televidentes, los lectores, regulen el funcionamiento y la calidad de los medios, mediante una mirada atenta, una lectura crítica y una posición que renuncie a toda condescendencia con la mala prensa. ¿Cómo lograr que el público ocupe esa función? (O)