La semana pasada el científico australiano David Goodall, de 104 años de edad, viajó a Suiza, donde se sometió a un proceso de “muerte asistida” o eutanasia, eufemismos que remplazan al duro nombre del suicidio. En el caso destaca que el decesado, para cumplir con su último propósito, tuvo que salir de Australia, donde se admite la eutanasia, pero con restricciones. Me acordé con esta noticia del escritor español Francisco Ayala, ganador de los premios Príncipe de Asturias y Cervantes, quien hace pocos años, y estando por cumplir los 104, pidió a su asistente que le retirara la mascarilla que le mantenía con vida. He visto, y es probable que el lector haya visto en su entorno, casos de personas que se dejaron morir al suspender medicaciones o, simplemente, negándose a ingerir alimentos. Estos ejemplos ilustran los distintos grados en los que las personas pueden voluntariamente adelantar el momento de su muerte más allá de lo que las leyes y las costumbres lo permiten. ¿Y qué tan legítimas son esas normas?

Muchas culturas han permitido la muerte voluntaria en distintas etapas y maneras. Es curioso, pero ni la Biblia ni el Corán, los libros sagrados de las religiones abrahámicas, prohíben el suicidio de manera expresa. En ambos casos los intérpretes han considerado que, por extensión o analogía, está proscrito por Dios que manda no matar y, por tanto, concluyen los exégetas, no se puede matar a sí mismo. Entre los islámicos muchos creen que si se autoinmolan para dañar a los enemigos de Dios, irán al sensual paraíso coránico, pero la mayoría de los eruditos ulemas no considera que eso sea un acto de guerra santa que merezca recompensa eterna. De los siete suicidios descritos en la Biblia, los más notables son el del rey Saúl y el de Judas Iscariote, en los que la narración no trasunta una condena clara al suicidio, que más bien aparece como un castigo por otras culpas. Menos conocida es la historia de Abimelec, que prefiere hacerse matar a ser muerto por una mujer. A pesar de estos silencios y ambigüedades del texto divinamente inspirado, la tradición cristiana rechaza radicalmente la muerte por mano propia.

En el suicidio parecen colisionar los dos supremos derechos humanos, la vida y la libertad. Es la libertad llevada al extremo de poder acabar con la propia vida. Dice Borges que las pruebas de la muerte no son más que estadísticas y que no hay nadie que no corra el riesgo de convertirse en el primer inmortal. Paradoja, sugestiva pero falsa, porque por inferencia racional podemos pensar que todos los seres vivos morirán. La vida es un esfuerzo de lo orgánico por organizar lo inorgánico, un intento por superar la entropía, la disolución en lo uniforme. La optimización de ese proceso es la evolución, que necesita de la muerte. Así la muerte resulta consustancial con la vida. Siendo la vida derecho esencial de las personas, e implicando ella forzosamente el hecho de la muerte, ¿podemos decir que la muerte también es un derecho? (O)