El parto de los montes, un gran estruendo del que sale apenas un ratoncito, así fue la comparecencia del fiscal Carlos Baca en la Asamblea. Los días anteriores hizo un tour de medios de comunicación para anunciar las revelaciones que haría en el marco de su defensa. Aludió, en radio y televisión, a la penetración del narcotráfico, a los motivos de las conspiraciones en su contra, al tráfico de influencias, a asambleístas corruptos y al sinfín de escándalos que se han destapado en los últimos meses. El jueves a la tarde, ya frente a sus interpelantes, todos esos casos se redujeron a lo que era archiconocido por cualquier persona que lee el titular de un periódico o escucha los resúmenes noticiosos. Él perdió la oportunidad de conseguir por lo menos un voto a su favor (dos abstenciones no equivalen siquiera al gol de honor) y el país se quedó en la misma oscuridad a la que le acostumbraron durante diez años.

El fiscal estaba acusado de no seguir el procedimiento adecuado en la difusión del audio que recoge la conversación de quienes, él mismo, retomando las palabras del diálogo, los llamó los compadritos. No faltó quien dijera que, considerando el efecto que tuvo –el destape de acuerdos mafiosos que incluían conspiraciones–, ese venía a ser un delito menor y debía ser aplaudido porque permitía arremeter contra los delincuentes más poderosos. En otros términos, en nombre de un supuesto realismo político y de un fin superior, se debía justificar un medio ilícito, en este caso la intervención de teléfonos sin orden de un juez, nada menos que por parte de la autoridad que debe perseguir esos delitos. Tan bajo hemos caído que terminamos razonando de esa manera, que no es otra cosa que optar por el mal menor.

Ese razonamiento, que se expresó en varios artículos de opinión, se asentaba también en las acciones realizadas por el fiscal, especialmente en los juicios contra el vicepresidente y varios ministros del anterior gobierno. Querían ver en ellas la voluntad de establecer una justicia alejada de las presiones políticas y el inicio de la recuperación de lo que pomposamente se denomina la vindicta pública. Es comprensible que después de una década de deambular por el desierto, cualquier asomo de hierba pueda parecer un oasis, pero en esa apreciación hacía falta el componente político de todo este asunto. Como se vio desde el comienzo, esta era un conflicto dentro de una misma familia que se disputaba la herencia mal repartida y sin testamento claro. El fiscal podía –y, desde su óptica y sus intereses, debía– anunciar revelaciones escandalosas y hasta hacer amenazas a los asambleístas. En los códigos de los compadritos, que no son solo los aludidos, por él, esos eran recursos válidos cuando aún no estaban definidos los votos en la Asamblea. Una vez que se aclaró el panorama, ya no era necesario lanzar al viento la información que, gracias a medios lícitos e ilícitos, tenía en sus manos. Él sí sabe lo que es realismo político. (O)