El expresidente brasileño Luiz Inácio da Silva, Lula, quedó a un paso de entrar en la cárcel. Con una votación de seis contra cinco, la Corte Suprema rechazó el pedido de habeas corpus presentado por su defensa. La acusación por corrupción y lavado de dinero, dentro del caso Lava Jato y con participación de la infaltable Odebrecht, no debería llamar la atención en una región donde varios políticos ya cumplen penas de prisión por delitos similares y otros están a la espera. Sin embargo, el caso de Lula es especial por la propia condición de él y por las enseñanzas que deja.
En efecto, más allá del caso específico, este sirve para entender la relación entre política y justicia. Las acusaciones de corrupción a políticos han sido interpretadas generalmente como muestras de judicialización de la política. Pero, aunque hay casos de ese tipo, no siempre se trata de la intervención judicial en la política ni de la manipulación de la justicia por la política. El problema es más complejo. A pesar de ser campos autónomos y sujetos a sus propias lógicas, hay condiciones que colocan a la política y a la justicia en un plano compartido. Una de esas condiciones es la comprobación de un delito por parte de un político. Cuando existe esa evidencia, se llega al fin de la política como ámbito de resolución de los problemas y comienza el protagonismo de la justicia. No es necesario que se politice la justicia ni que se judicialice la política. Simplemente es el momento en que obligatoriamente se debe cambiar de escenario, de normas y de procedimientos.
Otra enseñanza es que la defensa política no sirve cuando el problema ha llegado a ese punto. Lula tiene suficientes méritos para contar con enorme apoyo político. Además de expresidente del país con la mayor economía de América Latina, es uno de los exponentes más representativos de la izquierda continental. Solo unos pocos (Evo Morales, José Mujica, alguno más) pueden mostrar una hoja de vida de larga y coherente militancia como la suya. También sobran los dedos de una mano para contar a los mandatarios que lograron ir más allá de sus dogmas y transformar profundamente a sus países. No es casual que Lula tenga la más alta intención de voto para la elección presidencial, a tal punto que si la justicia lo invalida como candidato, el pronóstico electoral es incierto y el resultado puede ser catastrófico. Pero todos esos puntos positivos los pierde cuando hay una evidencia válida para la justicia. Una sola, como la del departamento entregado por la empresa corruptora, puede acabar con esa vida política brillante. No es un problema político.
La tercera enseñanza es que también en lo militar debe actuar la justicia. El peligroso mensaje del jefe del Ejército hizo retroceder el calendario hasta las oscuras épocas en que los militares se arrogaban la función de garantes del orden. Es condenable, sin atenuantes, en lo político, y debe ser también en lo jurídico. No puede quedar en el campo militar. (O)