Leí hace algún tiempo la vida de Narcisa de Jesús, quien dedicaba la mayor parte del día a orar en un reclinatorio, y entre las cosas que hacía y llamó mi atención está la autoflagelación con látigos, que tenían puntas metálicas, hasta que su sangre mojaba el piso; utilizaba cilicios (metales con púas) atados a su cintura, una corona de espinas como la de Jesús y se crucificaba. Me pregunté, ¿qué sacaba haciendo esto?, ¿no hubiera sido mejor dedicar su vida a ayudar al prójimo haciendo otro tipo de obras?, ¿a Dios le agrada que sus hijos se hieran de esa forma? No fue la única santa que hizo esto.

Al pasar el tiempo me fui dando cuenta de que entre los muchos misterios cristianos, el dolor físico o espiritual es como agua pura que lava, limpia los errores que hayamos cometido, fue cuando entendí por qué los santos actuaban de esa forma tan incomprensible para mí, estaban limpiando pecados ajenos, y también me di cuenta de por qué Jesús murió de esa forma tal cruel, inhumana, despiadada, horrenda, violenta...; eran muchos los pecados que tenía que lavar, eran muchas las personas que tenía que salvar. Solo un dolor así de grande, solo una pasión así de cruel, podía lograrlo. Tenía que ser su sangre divina la que se derramara. El propio Hijo de Dios, que vino a la Tierra a revolucionarlo todo con una revolución de amor, sabía cómo iba a ser su fin y aun así quiso estar entre nosotros, fue también tan humano, que llegando la hora de su Pasión sintió temor; pero siempre aceptó la voluntad de Dios. La próxima vez que sintamos dolor en el cuerpo o en nuestro interior, ofrezcámoslo a Dios para lavar nuestros errores o los de las personas que más queramos; Jesús lo hizo, ofreció su vida de la manera más dolorosa, y todo lo hizo por amor.(O)

Soraya Valdiviezo Moscoso, Guayaquil