Es probable que cuando circule este artículo, la presidenta de la Comunidad de Madrid haya renunciado o la hayan destituido. El motivo es la apropiación indebida de un título académico. Algo similar llevó, hace pocos meses, a dar por concluido el mandato del vicepresidente uruguayo, enredado al mismo tiempo en un asunto de gastos injustificados. Poco antes, el presidente del Parlamento alemán se vio involucrado en un problema relativamente similar, cuando se detectó plagio en su tesis doctoral. Previamente, dos integrantes del gabinete de Angela Merkel debieron renunciar por la misma razón. Volviendo a tierras latinoamericanas, una investigación periodística demostró que alrededor de la tercera parte de la tesis del actual presidente mexicano, Peña Nieto, era copia textual de otros trabajos.
Es evidente que en todos esos casos hubo dos elementos comunes. Son fraudes académicos y fueron cometidos por políticos. Presentados así, se podría pensar que hay fuerte correlación entre política y delito académico. Sin embargo, la proporción de estos, tanto en el total de políticos como de graduados en las universidades, es ciertamente baja, de manera que no cabe sacar una conclusión tan drástica. Más bien, estos hechos deben servir para preguntarse por sus causas y por la manera en que se procesan en cada país. Respecto a lo primero, puede ser que la calificación, que implícitamente se exige a quienes hacen carrera política, choque con las capacidades reales de esas personas, con sus propios intereses e incluso con la actividad política en sí misma. Ostentar un título universitario no los convierte en mejores políticos (tenemos ejemplos al alcance de la mano). Generalizando peligrosamente se puede decir que al aventurarse en el mundo académico un político asume obligaciones que están fuera de su ámbito específico. Enfrentados a esa realidad, algunos de ellos escogen el camino del fraude.
En cuanto a lo segundo, se debe notar que, con excepción del caso mexicano, todos los demás terminaron con las carreras políticas de sus autores. La clave no estuvo en la acción de los jueces, cuya intervención fue importante pero secundaria, sino en la sanción colectiva aplicada por la sociedad. En todos ellos hubo transparencia. Los casos se ventilaron públicamente, sin impedimentos. Una prensa libre, sin leyes mordaza ni inquisidoras, entregó los insumos para que la sociedad pueda hacer lo suyo. Donde hubo una justicia independiente, se garantizó que las alturas del poder no se transformen en escudo para los corruptos. Un factor determinante fue la presencia de una academia responsable. En todos los casos –nuevamente con excepción del mexicano– la sanción de las universidades llegó antes que la de los jueces y junto a la de la ciudadanía. Con ello hicieron honor a la unión indisociable entre academia y ética.
Nuestra experiencia ha sido penosa ante fraudes de este tipo. El vicepresidente de la República plagió parte de su tesis, el primo del presidente falsificó su título, personajes que desempeñaban altos cargos obtuvieron mágicamente títulos universitarios. La ciudadanía miró a otro lado y la academia calló o incluso lo avaló. El fraude académico quedó impune. (O)