Hace varios miles de años, los egipcios ya fabricaban pelucas con cabellos naturales. Fuese como fuese, dijeran lo que dijeran, la cabellera ha sido eterno motivo de inspiración para poetas y políticos. Después de todo, el rey Luis XIV llevaba peluca, calzaba zapatos rojos de tacos altos. Todo ser humano que anhela tener el poder necesita verse alto, de ser posible ha de tener una tupida cabellera, pues según Evo Morales, quienes comen pollo se vuelven homosexuales. Supongo que Samson no comía gallina, Absalón tampoco. El poeta griego calvo Esquilo murió golpeado por una tortuga que cayó de las garras de un águila sobre su cabeza.

Si no fuese por los calvos, perderíamos a muchos genios, desde Andre Agassi, Yul Brynner, Sócrates, Bruckner, Paul Verlaine, Bruce Willis, Vin Diesel. Julio César atraía cruentas bromas, se decía que era “el marido perfecto de toda mujer y la esposa ideal de todo hombre”.

La Biblia mostró desprecio hacia las calvas. Recuerdo de pronto al digno Eliseo mofado por unos mocosos que le gritaban: “¡Suba, calvo, suba!”. Claro que los chiquillos casi de inmediato fueron triturados por dos osos mandados por Yahvé, lo que demuestra que nadie debe burlarse de Kojak. Castigo supremo así será según el Libro Sagrado: “En lugar de perfumes habrá hediondez; en lugar de ceñidor, una soga; en vez de cabellos rizados, calvicie”.

La mujer ostentaba entonces una abundante cabellera que describirá con entusiasmo El cantar de los cantares: “Un rebaño de cabras que va por la montaña de Galaad”. Sin embargo, cambiando de moda, san Pablo escribirá a los corintios: “Si el hombre deja crecer su cabellera, es deshonra para él”.

Aquel cabello tan fino, capaz de retener una espada sobre la cabeza de Damocles bien merecía este comentario. Sabemos que los atenienses y los romanos solían discutir de política en estos templos del chisme que son los salones de belleza. Cuando llegó la moda de los lampiños, ya que la barba larga se volvió señal de duelo, la afeitada se convirtió en un verdadero suplicio. Dicen que Dionisio, tirano de Siracusa, por no confiar su cabeza a un peluquero se cortaba él mismo los cabellos y se rasuraba con unas cáscaras de nueces. Cicerón, en uno de sus alegatos, se mofa del acusado, un tal Fanio Querea, al que le dice: “Solo con mirar la pinta de este individuo, se nota a cien leguas que no tiene ni un pelo de buena persona”.

Se hicieron presentes las pelucas, los tupés, copetes, mechones, bisoñés, postizos, peluquines. En las grandes cortes de Europa resultó azaroso saber quién realmente tenía pelos. El siglo XX trajo los tintes y teñidores, los injertos y trasplantes, el cabello se volvió azul, amarillo. A través de la historia los pelirrojos cuentan entre sus fieles al inefable Van Gogh, Elton John, Woodie Allen, Marilyn Monroe, Churchill, Lenin, Vivaldi, Napoleón, George Washington, Shakespeare, Galileo. La locura de los punks alegró una década. Un expresidente consideró que el cabello podía simbolizar la lucha de clases. La última frase la tiene mi amada Sylvia Plath: “Desde las cenizas me levanto, con mi cabello rojo y devoro hombres como el aire”. (O)