Cada mañana, al cruzar el puente, veo al mismo hombre haciendo lo mismo que yo: llevando a su hija, de la mano, a la escuela. En verano, además, llevaba unas medias de cerezas (desde entonces se ganó mi corazón) y a más de la niña a un bebé apapuchado en un fular. Me recordó a mi exmarido, el padre de mi hija, haciendo lo que hacen muchos alemanes: criar a sus hijos, desde el día en que nacen, junto a sus madres. Créanme si les digo que cualquier día pueden encontrar por la calle a papás empujando cochecitos o cicleando con sus hijas que a los tres años ya andan en bicicleta, seguras y fuertes. Los padres que se quedan en casa con sus pequeños mientras las madres se reincorporan al trabajo no son excepción.
Lejos aún de esa utopía donde hombres y mujeres vivan plenamente sus derechos y deberes parentales, en algunos países europeos sí se ha logrado consolidar, con tiempo y esfuerzo, sociedades donde los hombres asumen con naturalidad que ellos también son capaces de criar a un infante, y no solo de proveer dinero o jugar fútbol de tarde en tarde. La noción de que tanto hombres como mujeres tienen el potencial de criar hijos está ampliamente aceptada. Y esta reivindicación de los derechos y deberes paternos es pilar fundamental de la lucha del verdadero feminismo. Si se comparte la responsabilidad de los hijos, la madre puede realizarse también en otros ámbitos de su vida. Elemental, mi querido Watson.
La crianza compartida debe convertirse primero en un comportamiento cotidiano libre de estereotipos de género. Superar el “mamá amasa la masa mientras papá trabaja” pero también el prejuicio de que las madres son mejores cuidadoras que los padres.
En la Alemania Oriental de la posguerra, las mujeres eran fuerza de trabajo indispensable y el sistema se desvivió por liberarlas de su rol único de madres y amas de casa (aunque muchas lo hubieran preferido a las agotadoras jornadas laborales). Hoy son los hijos de esas madres quienes comparten las tareas del hogar y la crianza. Ellos no “ayudan” a cambiar pañales, simplemente hacen su parte. Están convencidos (por sentido común, no por ideología) de que las mujeres tienen la misma capacidad que ellos para ser profesionales exitosas. Y por su lado las mujeres no dudan de que los hombres tengan la misma capacidad que ellas para ser padres amorosos y responsables.
En una sociedad así, es natural que en caso de divorcio de una pareja con hijos, la ley dictamine automáticamente la custodia compartida. Pero latina recién llegada a Alemania, cuando mi hija tenía dos años y me divorcié de mi marido alemán, me horrorizó enterarme de que tenía que compartir, miti-miti, la custodia de mi hija. Quisiéramos creer que los hijos nos pertenecen, que nadie puede cuidarlos mejor que nosotras, pero los hijos han venido a este mundo por obra y gracia de dos, y para muchos, también de Dios.
La legislación alemana antepone el bienestar infantil y considera que tanto el padre como la madre tienen el derecho y el deber de participar en su crianza. Pero cada niño es diferente y cada familia vive en distintas condiciones, por lo cual se permite a los progenitores divorciados, sin intervención de las autoridades, llegar a un acuerdo entre ellos sobre cómo reorganizar su vida. Idealmente, padre y madre intentan dejar de lado sus rencores y mezquindades, apelan a su sentido de justicia y ética, evitan manipular y utilizar a sus hijos para vengarse del otro. En fin, actúan como la mejor versión de sí mismos: organizan horarios (procurando ser a la vez cumplidos y flexibles), mantienen una comunicación clara y honesta, buscan soluciones que beneficien a sus hijos, se consultan mutuamente ante decisiones importantes (educación, salud) y aceptan el hecho de que no siempre estarán totalmente de acuerdo, pero que deben aprender a respetar el estilo de crianza y de vida del otro (mientras no atente contra la integridad del hijo).
Con el paso del tiempo, más allá de nuestro minucioso acuerdo escrito, mi exmarido y yo nos dimos cuenta de que nuestra cooperación se fundamentaba en un acuerdo más profundo: a pesar de haber dejado de ser pareja, seguiríamos siempre siendo cómplices y compañeros en la misión más importante de nuestras vidas, criar a nuestra amada hija, velar por sus sueños, ya sea entre los juguetes de madera y libros de Rudolf Steiner en casa de su padre o entre las cumbias, los cuentos y las nostalgias de su madre.
¿Paisaje ideal? No, paisaje posible si la educación y las leyes en Ecuador se orientaran hacia una sociedad más justa e igualitaria, donde las madres no tengan que criar solas a sus hijos y se permita a los hombres asumir su paternidad, aprender a ser padres. Todo requiere tiempo, no basta una ley para cambiarlo todo de la noche a la mañana. La crianza compartida debe convertirse primero en un comportamiento cotidiano libre de estereotipos de género. Superar, de una vez por todas, el “mamá amasa la masa mientras papá trabaja” pero también el prejuicio de que las madres son mejores cuidadoras que los padres. Liberarnos del resentimiento histórico por esas mujeres que renunciaron a tanto por criar solas a sus hijos, redimirlas de verdad: no castigando eternamente a los padres habidos y por haber sino permitiéndoles vivir su paternidad. Las medias de cerezas son opcionales. (O)