El prólogo al final, en lugar de un epílogo, porque el desacuerdo general acerca de la sexualidad y del género está lejos de terminar. Un desacuerdo que se remonta al comienzo de nuestra especie, la única que habla, desde que la palabra y el lenguaje terminaron con nuestra armoniosa y mítica condición instintiva, y nos introdujeron en el proceso de tener que construir las pulsiones sexuales en cada uno. Porque para los seres humanos, nada hay menos natural e instintivo que su sexualidad. Una sexualidad que se construye a partir del real del organismo y las diferencias anatómicas entre los sexos, en el contexto de las experiencias vitales en la dinámica familiar y social, y mediante las determinaciones culturales y estructurales a las que estamos sujetos por el hecho de que somos seres hablantes.

En este proceso, el resultado supuestamente óptimo sería aquel por el cual cada sujeto termina asumiendo la identidad sexual adulta, la de género y la posición sexuada (en cuanto a su goce) que corresponde a su sexo anatómico y biológico. Es decir, la posición y orientación heterosexual que elige objetos maduros para sus relaciones. Pero ese resultado no se obtiene siempre. La realidad social del siglo XXI ha legitimado las numerosas variaciones y destinos que puede tener ese proceso, las mismas que van desde las elecciones homosexuales responsables hasta las más solapadas perversiones, pasando por los transexuales propiamente dichos que bordean el delirio y que no necesariamente encontrarán solución mediante la cirugía. Estas variaciones conforman el heterogéneo colectivo llamado LGBTI, que hoy reclama sus derechos en todo el mundo.

El hecho de que la construcción de la sexualidad sea un proceso contradice la existencia de una “esencia” de la feminidad o de la masculinidad. No hay nada como aquello, lo que implica que cada sujeto construye su propia posición masculina o femenina dentro de las circunstancias en las que vive y partiendo de aquello con lo que vino al mundo, para ponerlo a funcionar en la relación con sus semejantes, o para desmentirlo y modificarlo. En ese camino, en algún momento cada ser hablante descubrirá a su manera que “no hay relación sexual” (como decía Jacques Lacan), aunque desde luego hay el coito y puede ser muy satisfactorio para ambos participantes del encuentro sexual. El enigmático aforismo lacaniano implica (entre muchas otras cosas) que no hay una relación de complementariedad simétrica o de armonía perfecta entre hombre y mujer, que los haga Uno en una relación completa.

Tampoco hay este acoplamiento completo ni esta articulación total en ninguna relación homosexual. Probablemente la sustitución de la identidad sexual por la identidad de género que hemos cuestionado en esta miniserie, ha pretendido zanjar esta disarmonía estructural entre los sexos y hacernos creer que la completitud y la ausencia de conflicto son posibles. Pero la identidad de género tampoco soluciona los desacuerdos y las tensiones. A ello se refiere la expresión propuesta en esta serie, “disforia con el género”, al hecho de que el intento de eludir la importancia de la diferencia sexual anatómica no resuelve la eterna discusión. Es más responsable asumir la realidad sexual de cada uno, como efecto de la propia existencia y del inconsciente. (O)