Los humanos pertenecemos a una especie animal que se cree sin límites. De hecho, buena parte de la humanidad experimenta un tremendo orgullo por los supuestos avances que, sin embargo, cada día amenazan con extinguir la vida en la tierra misma. La inhumanidad de las personas, justificada en los ideales del progreso y los negocios, tampoco tiene contención. La novela Tristeza de la tierra: la otra historia de Buffalo Bill (Madrid, Errata Naturae, 2015), del escritor francés Éric Vuillard, da una desesperada voz de alerta para que reflexionemos sobre la crueldad que somos capaces de infligir a nuestros semejantes.
Esta narración arranca con el Show del Salvaje Oeste que el mismísimo Buffalo Bill montó en 1883, cuando su fama de cazador de bisontes, soldado y explorador del Ejército norteamericano estaba cimentada. Este espectáculo tuvo su apoteosis en la Exposición Universal de 1893 en Chicago, con dos presentaciones diarias para 18.000 asientos cada una, en las que hombres de a caballo tiroteaban a unos indios que daban chillidos delante de unos decorados de cartón. Con esta especie de circo, el antiguo ranger convertido en farandulero hasta viajó por Europa con una tropa que llegó a tener 1.200 empleados.
El novelista se pregunta por qué miles y miles asistían a estas representaciones pagadas. Ciertamente, la gente anhelaba saber más de los pioneros de la conquista del Oeste, pues casi todos compartían las vicisitudes de la migración y la pobreza. Pero el gancho irresistible no eran los vaqueros, sino los indios de verdad, ya que el show requería mucho más que malabaristas y enanos; exigía algo insólito: en el tinglado actuaba nada menos que el anciano indio Toro Sentado, vencedor de batallas, quien ya conocía el showbiz pues él mismo había sido expuesto entre estatuas de cera de un museo neoyorquino.
¿Cómo conseguían el gran jefe y su compañía de indios olvidar a sus hermanos masacrados en tantos combates? Cuando saltaban a la arena, el público multitudinariamente los insultaban, escupían y abucheaban. Para eso iban los blancos. Escribe Vuillard: “Nosotros somos el público. Nosotros somos quienes asistimos al Wild West Show. Lo presenciamos desde siempre. Desconfiemos de nuestra inteligencia, desconfiemos de nuestro refinamiento, desconfiemos de toda nuestra vida plácida y del gran espectáculo de nuestras emociones”. Cada nación moderna ha producido una farsa para humillar a sus hermanos.
Al comienzo de la función una banda de cowboys tocaba la canción que, años más tarde, sería el himno de los Estados Unidos. Los delirios tampoco tienen fronteras: en 1886 Buffalo Bill fundó en Wyoming una ciudad que bautizó con su verdadero apellido, Cody: “En aquella época, cualquier papanatas podía fundar una ciudad, llegar a general, a hombre de negocios, a gobernador, a presidente de los Estados Unidos; tal vez aún sea así”. Cuánto sentimiento de desastre habrá habido en las almas de los indios lakota, contratados para hacer palmadas contra la boca que sonaran auu auu auu. Todos los que de niños jugamos a los indios y vaqueros hemos reproducido esta tristeza de la tierra.
(O)