Eduardo Neira
La invasión que, en 1950, sufrió la nación tibetana por parte del ejército del recién instaurado régimen comunista de la China, pasó bastante desapercibida en el acontecer mundial de aquellos días. Hasta hacía pocas décadas, el Tíbet, un pueblo de raíces milenarias, había pasado aislado del resto del mundo y muy poco era lo que se conocía de él en el mundo exterior.
Históricamente, los tibetanos, de raza y cultura muy distinta a la china, habían tenido muy poco contacto con el país invasor. Mucho más contacto habían mantenido con otros pueblos vecinos, tales como Persia, Bután, Nepal y el norte de la India, país desde donde, siglos antes de la era cristiana, había llegado el budismo, religión que se adaptó perfectamente al carácter circunspecto de los tibetanos y a su tipo de vida campesina. Con el paso del tiempo, la religión llegó a tomar tal importancia en el devenir del pueblo que el Tíbet se transformó en un estado teocrático, cuya cabeza pasó a ser el dalái lama, el sumo pontífice del budismo tibetano.
Mas aquel aislamiento del resto del mundo en el que el Tíbet se había hallado por milenios le fue adverso al advenir de los tiempos modernos. Cuando las naciones del mundo decidieron formar las Naciones Unidas, el Tíbet –quizá por no inmiscuirse en asuntos de política internacional ajenos a su filosofía– no se manifestó ni participó como país independiente, lo cual fue aprovechado por la China para reclamarlo como parte de su territorio nacional. El argumento que adujo el Gobierno chino para invadirlo fue que necesitaba liberar a la región tibetana de aquel anacrónico sistema feudal en el que se hallaba y establecer allí el sistema comunista en el que había entrado el resto del país. La ocupación territorial del Tíbet devino en algo mucho más grave aún: la destrucción de sus valores culturales y religiosos.
En su conmovedor libro My land and my people, el dalái lama cuenta la historia de su pueblo y nos introduce a su forma de vida y a sus costumbres, una de ellas es la forma fascinante como, a la muerte de cada dalái lama, encuentran a su sucesor. Antes de proseguir, es preciso tener en cuenta que tanto la ley del karma como la transmigración de las almas son fundamentos esenciales del budismo; de allí la creencia de que el dalái lama es un ser que ha alcanzado el nirvana y que regresa a la tierra en sucesivas reencarnaciones para guiar a su pueblo.
A la muerte de cada dalái lama la asamblea general designa, de entre los más altos lamas, a un regente. Este personaje es el encargado de gobernar a su pueblo hasta que la nueva reencarnación del dalái lama sea encontrada y es, además, quien asume la tarea de recibir el mensaje espiritual de dónde buscarlo.
El primer paso que el regente dio en la búsqueda de la nueva reencarnación del dalái lama fue el de ir a meditar frente a uno de los lagos sagrados del Tíbet, el Lhamoi Latso. Allí, luego de algunos días de meditación y oración, el regente tuvo la visión de tres letras en un monasterio con techo de jade y oro, y de una casa con losetas color turquesa, ambas edificaciones ubicadas en dirección hacia el oriente. Luego de eso se preparó una comitiva de altos lamas para que emprendiera viaje a esa región en busca de aquel monasterio y de aquella casa.
Hoy, los tibetanos son minoría y pertenecen a generaciones nuevas que han crecido acostumbradas al sometimiento chino, por lo que quedan pocas esperanzas de que el Tíbet recupere algún día su identidad nacional y su libertad.
La comitiva tardó meses en encontrar un lugar que correspondía exactamente a la visión descrita por el regente. Los lamas, disfrazados de viajeros, solicitaron posada en la casa. Allí encontraron a un niño de apenas dos años de edad que, apenas los vio, se acercó a abrazar a uno de ellos, justamente al que había sido bien cercano al anterior dalái lama. Este lama había llevado consigo varios objetos que habían pertenecido al dalái: un tambor de oraciones, un rosario, una medalla, un bastón, etc., cada uno con sus respectivas réplicas con el propósito de mostrárselas al niño y ver cuáles tomaba. En cada caso, el niño escogió el objeto correcto. Aquella prueba fue la comprobación de que la visión del regente había sido acertada y de que aquel niño era la reencarnación del dalái lama; fue recién entonces que el grupo de lamas dio a conocer a sus padres el propósito de su visita. Poco tiempo después, el niño fue llevado al Potala para iniciar su larga y estricta educación que culminaría muchos años después, cuando hubiese pasado cada una de las pruebas de conocimiento que cada dalái lama tiene que dominar antes de gobernar a su pueblo.
Los invasores despojaron de sus bienes y de toda autoridad al dalái lama y a sus representantes. Los monjes fueron desalojados de los monasterios; muchos de ellos fueron asesinados y los restantes fueron enviados a realizar trabajos forzados en el campo. La tierra fue redistribuida a los campesinos, buena parte de estos recientemente traídos desde la China. El dalái lama, todavía un adolescente, tuvo que huir de su país en salvaguarda de su vida y se estableció en el norte de la India, país que lo acogió hospitalariamente. Desde entonces recorrió el mundo –hasta hace pocos años– en procura de apoyo a la causa de su pueblo, denunciando en foros internacionales la serie de atropellos que el Gobierno chino infligió a la milenaria soberanía de la nación tibetana y a los derechos humanos de su pueblo.
Tanto la sistemática destrucción de la cultura tibetana que se ha venido dando desde 1950 como la constante colonización de la tierra por parte de campesinos de origen chino, evidencian que lo que el Gobierno chino intentó desde un inicio fue exterminar la nación tibetana e implantar en su lugar otra de origen chino. Hoy, los tibetanos son minoría y pertenecen a generaciones nuevas que han crecido acostumbradas al sometimiento chino, por lo que quedan pocas esperanzas de que el Tíbet recupere algún día su identidad nacional y su libertad.
El caso tibetano es uno de los tantos ante los cuales las Naciones Unidas se han manifestado impotentes en su propósito fundacional. Sin embargo, el mensaje de paz y justicia del dalái lama quedará como un valioso e imperecedero aporte para el futuro de la humanidad. (O)