En la escuela primaria realicé un retrato de Jesús. Supongo que la imagen habrá sido ingenua, con fallas atribuibles a la ninguna formación que tenía en arte. Viendo mi trabajo, el profesor me dijo inamistosamente que “no me burle de Jesucristo”. Mi intención era precisamente la contraria: expresar mi devoción infantil. Desde entonces supe lo relativo que puede ser el respeto a lo sagrado. Se podrá decir que narro un error desafortunado y raro de un docente insensible, pero no es así. Fundamentalistas protestantes dicen, más o menos en privado, lo he oído, que las imágenes religiosas católicas son blasfemas y hasta diabólicas. Y, como un ejemplo entre miles, en 1976 un grupo islámico amenazó con volar una sede judía si no se prohibía la exhibición de una película sobre Mahoma, cuyo director musulmán incluso se cuidó de no representar expresamente al profeta. Todos estos casos no son de insultantes actitudes, pero para los grupos “ofendidos” son profanaciones de lo que para ellos es sagrado. Si el poder estatal avala sus opiniones, porque son eso, opiniones, con prohibiciones, estamos en problemas. Ese es un camino por el cual se sabe dónde se comienza, pero no dónde se termina.

Gran parte de los musulmanes cree que los estados deben prohibir manifestaciones que ellos consideran blasfemas. Y en los reinos y “repúblicas” islámicas así ocurre, con sanciones que llegan hasta la pena de muerte. Pero la semana pasada leía en Le Figaro a Chantal Delsol, filósofa e historiadora de las ideas, quien recordaba que hace pocos siglos los estados autodenominados católicos no eran menos represores. Y a veces vemos manifestaciones de cristianos que nos retrotraen hasta el garcianismo o el medioevo. El problema no es que les escandalicen ciertas expresiones artísticas, humorísticas o de cualquier índole, lo inaceptable es que pidan que el poder imponga medidas conforme a sus creencias. La reciente clausura de un teatro en Samborondón, a pedido de grupos que consideraron blasfema una pieza montada allí, crea un precedente amenazador y debe (si no lo ha sido ya) ser revisada.

Oiga, oiga, columnista, ¿no era usted el que hace unos meses defendía en ese mismo espacio la censura de una obra plástica en Quito que también fue considerada blasfema? Sí, el propio. Pero fui abundantemente claro al mantener que lo que no admitía era el uso de un bien público, sostenido con mis impuestos (ahora desmedidos), para que una persona ofenda a terceros. Ese era el caso de ese horrible cartel, porque eso era, cartel y horrible, exhibido en un museo municipal. El teatro café sancionado es un espacio privado, que tiene por tanto el irrefragable derecho a hacer cualquier propuesta artística, en tanto en cuanto hacerlo es una forma superior de ejercitar la libertad de expresión. Si en esa comedia, o en cualquier trabajo comunicacional, se hacen acusaciones a personas concretas, estas pueden demandar de la justicia su reparación. Pero no podrían hacerlo solo porque contradice a su pensamiento. Las personas tienen derechos, las ideas no.

(O)