Recuerdo cuánto ha molestado y sigue molestando a ciertos hablantes la existencia y pronunciamientos de la Real Academia Española, como si su autoridad en materia de usos idiomáticos fuera una camisa de fuerza o, más todavía, una barrera que les impidiera hacer de su idioma un campo de libertades. Un tonillo de burla ha impregnado los comentarios que se han merecido los “ancianos” integrantes del frente estudioso y defensivo de la lengua española.
Lo cierto es que la Academia se mueve al ritmo de los tiempos. Basta echar una mirada a las últimas ediciones de los diccionarios, apreciar el monumental esfuerzo de la Gramática y de la Ortografía, publicadas en la última década. Si bien es cierto provenía de una visión conservadora de los fenómenos lingüísticos, apegada al triunfo del castellano como núcleo comunicador sobre los otros idiomas peninsulares, ha ido renovando sus dictámenes y ha considerado que las variadas sociedades hispanoparlantes construyeron sus propios modelos de corrección, con independencia de los españoles.
Así y todo, el idioma es uno. Su origen y evolución son verificables y necesita de una casa matriz que aglutine una meditación básica sobre lo estable y lo cambiante, así como de los instrumentos de medición y orientación que son los libros que ella publica. Hasta la colección de obras selectas con que honra a los grandes escritores en nuestra lengua madre –la última dedicada a Augusto Roa Bastos, de Paraguay– tiene un auténtico sentido de trascendencia.
Ahora que su director, Darío Villanueva, acaba de anunciar la nueva edición del Diccionario de la Lengua Española, en su versión en línea, con 3.350 términos nuevos, enmiendas y modificaciones, apreciamos ese propósito de recoger los sentimientos de la sociedad, quitándole los prejuicios, menoscabos y subvaloraciones que sobrevivían en las ediciones anteriores, a fuerza de la costumbre o de la ideología prevalente entre los miembros de la Academia.
Villanueva ofrece un cambio “sin frivolidades”, es decir, transformaciones pensadas a través de la ley de uso –número de hablantes y tiempo de duración de los cambios– y no “modernidades” de último momento, que como una plaga se extienden sobre el idioma de tan férreas y distantes raíces. Ha prevenido a los hablantes de la moda de utilizar los anglicismos, tan fugaz y deleznable, a tal punto de desplazar a las cabales palabras españolas.
Yo recuerdo tiempos en que la búsqueda de una palabra que usó García Márquez me llevó al típico significado denigrante de la mujer –se trataba del adjetivo cominera que el gran colombiano usó con el sustantivo gente–, cuando el Diccionario señalaba, más o menos, “chismosa, como las mujeres”. Ahora, después de una implicación de los hablantes que recorrió las redes sociales sobre una de las definiciones de “sexo” reconocido como “sexo débil”, la Academia aclara que su uso es “peyorativo y discriminatorio”, al referirse a las mujeres.
Con esta versión digital, los alumnos ya no preguntarán qué es la posverdad, el buenismo y tendrán que admitir que mariposear no tiene nada que ver con homosexualidad. Para mi tristeza, tengo que aceptar que el término “patético”, de venerable antigüedad griega y necesaria para entender los alcances de la tragedia, también significa “penoso, lamentable o ridículo”. Así son los rostros de los cambios: no necesariamente gustan a todos. (O)