Me invitaron a ser juez del programa de televisión Así es mi barrio, con motivo de las fiestas de Navidad. Me cuesta ser juez, porque estos deben juzgar y cada vez más suelo admirar, asombrarme, de lo que sucede a mi alrededor, o al contrario indignarme y dolerme de los desastres que ocasionamos y hacemos. Acepté, porque se trataba de conocer trabajos y transformaciones comunitarias en sectores alejados de centros comerciales, algunos escondidos entre cerros o hundidos en socavones todavía sin alcantarillado y calles pavimentadas, a la espera de la regulación de terrenos previamente invadidos por el “dueño de la cooperativa”, como decía una moradora que mueve todo su sector.

Fue realmente un privilegio. Tan hermoso como las calles arregladas, las casas engalanadas, eran los rostros de los moradores, orgullosos de lo que habían logrado con el reciclaje de tubos de papel higiénico convertidos en árboles navideños con luz en su interior. Vasos de plástico en sonrientes muñecos de nieve, de cuyas entrañas brotaban foquitos. Cucharas plásticas convertidas en flores, coronas de adviento, rojas o blancas. Cáscaras de huevos transformadas en solemnes personajes encorbatados que los niños mostraban con afán. Huevos de codorniz convertidos en pollitos. Lana del colchón que usaba un familiar fallecido eran gorditos corderos que placía abrazar. Paja de arroz inundaba de perfume un nacimiento viviente con paredes de sacos de cemento. Una mayorcita convertida en árbol de manzana con rostro y vida propia, caminaba sonriente por un parque. Medias blancas con agujeros parchados y rellenas de arroz, eran personajes que miraban desde las ventanas con ojos de botones, burros de cartón con la piel erizada de lentejas. Recipientes para huevos pintados de colores observaban desde la pirámide verde convertida en pino en que se habían convertido.

Las princesitas de Navidad enfundadas en solemnes vestidos hechos de bolsas plásticas verdes o rojas adornadas con caramelos, flores o pompones de papel, lucían sus bandas y coronas. Otras tenían enormes vestidos plisados hechos de periódicos y revistas, mientras las acompañaban duendes verdes, sombreros rojos y zapatos puntiagudos. Tubos grandes de telas que fueron a buscar a fábricas, convertidos en faroles, llantas pintadas eran tucanes, cisnes, recipientes armoniosos de basura, o espectaculares maceteros. Latas de leche encontraban su ubicación convertidas en casas, tortas, velas, árboles. Bidones eran adorables chanchitos rosados y los aros de bicicleta se trasformaban en coronas de Adviento.

Las paredes de muchos sectores eran extraordinarios murales pintados por los jóvenes del barrio. Terrenos baldíos y depósitos de basura convertidos en resplandecientes nacimientos que tenían hasta fuentes de agua. Y un vecino adornado con plumas que cacareaba mejor que cualquier gallo. Encontramos en una casa del suburbio un huerto con plantas de cacao cargaditas, mangos, aguacates, tomates y todas las hierbas necesarias para condimentar o curarse de varios males. Parques con nabos, coles, apio y tomates. Nacimientos vivientes con Marías temerosas y sonrientes Josés. Y burro, torete, cabra y cabrito de verdad que fueron a buscar al campo para la ocasión. Una tranquila niña de meses era el Jesús que visitaban los pastores.

Realmente una maravilla de participación, de unidad, de trabajo en equipo hasta altas horas de la noche, para celebrar juntos la Navidad, engalanar el barrio, que recibía con pancartas, arcos que atravesaban las calles, música, cantos y bailes de villancicos. Una algarabía llena de vida en el Guayaquil profundo al que muchos no se atreven a entrar. Pero que el liderazgo, sobre todo de las mujeres, convierte en obras de arte. (O)