Existe una importante diferencia entre las dictaduras que marcaron la segunda mitad del siglo XX y un cierto estilo de autoritarismo que ha pululado en las primeras décadas de este siglo. El dictador del pasado usaba la fuerza simple y desnuda para reducir al silencio a sus opositores y perpetuarse en el poder. En aquellos sistemas, la negativa a obedecer a la autoridad resultaba en una visita de la policía secreta, una desaparición, un exilio o simplemente en una ejecución sumaria. Los textos legislativos redactados por tales regímenes reflejaban idéntica filosofía, ya que no hacían intento alguno de enmascarar su desprecio por la idea “liberal” de derechos, admitiendo libremente la supremacía incontestable del poder establecido.

Sin embargo, esta forma de manejar el poder no es una buena opción para el dictador del siglo XXI. Nuestro mundo globalizado y económicamente interdependiente, donde la tecnología hace que las noticias de cualquier abuso crucen la frontera en apenas unos minutos, hace difícil que el autócrata moderno pueda usar las mismas herramientas de Hitler, Stalin o Franco. En vez de eso, el autócrata del siglo XXI ha evolucionado. El dictador moderno se ha hecho más inteligente, más astuto y más sutil. Es así como la autocracia moderna no admite abiertamente la naturaleza opresiva de su poder, sino que mediante engaños pretende justificar su dominio apelando precisamente a aquellas ideas e instituciones que en realidad busca destruir.

En cierto sentido, este estilo contemporáneo de abuso de poder es más perverso que el del pasado. Si bien las dictaduras del ayer eran quizá más frontales en sus agresiones contra sus ciudadanos, por lo menos estos estaban conscientes del abuso perpetrado contra ellos. Así, la desnuda agresión de las dictaduras de otros tiempos les dejaba al menos una cosa a sus víctimas: la dignidad de saberse oprimidos. La autocracia moderna, en cambio, pretende quitarles a sus víctimas aun eso. En efecto, el autócrata del siglo XXI pretende, mediante astutas perversiones de la realidad, que sus víctimas sean cómplices de su propia explotación y que encima le agradezcan.

Ejemplo perfecto de este siniestro patrón ha sido la forma en que las recientes dictaduras latinoamericanas han intentado disfrazar sus intentos de perpetuarse en el poder insistiendo en que dichas maniobras son en realidad una “ampliación de derechos”. Así, la reelección indefinida, la cual sería absolutamente ruinosa en sistemas presidencialistas con tendencias populistas, como los nuestros, se vende como una extensión natural de los derechos fundamentales de la ciudadanía y de la democracia. En otras palabras, no solo se quiere socavar los principios fundamentales del orden democrático, sino que se pretende hacerlo en nombre de la democracia. Pero lo peor de todo es que pretenden que seamos tan ignorantes y tan poco inteligentes como para que no nos demos cuenta. Pretenden que seamos tan estúpidos como para convertirnos en cómplices de nuestra propia dominación.

La reelección indefinida fue quizá una de las victorias más peligrosas de la dictadura correísta, ya que a través de ella se pretendió dejar la puerta abierta para que esta regrese con la evidente intención de perpetuarse. Es hora de enterrar este tremendo error histórico. (O)