“Diciembre, mes de alegría, de ilusión, de luz y amor, se llena de gozo el alma y es todo paz y amor. Recuerdos de tiempos idos, reviven en mi corazón, mi lejana niñez vuelve a vivir…”.

La magia ya está aquí, combatiendo a los distractores y aun más, a sus enemigos. Convoca a los tiempos idos y desafía a los venideros. En el centro de los idos está el hogar de la familia paterna y materna, con el nacimiento navideño que desempolvaban y ponían con primor nuestras madres desde mediados de mes: María, símbolo de la madre del amor eterno; José, el carpintero humilde, que debió construir una casa para ambos y Jesús; Jesús, colocado a la medianoche en el modesto pesebre; los reyes magos, los pastores, el burro, la vaca, la oveja, todos benditos. Todos yaciendo al pie del árbol de Navidad, que con sus luces alumbraban nuestras vidas de niños. Cantábamos villancicos, el alma se encendía por el amor familiar y la celebración del nacimiento de quien, nos explicaban, vino a amarnos sin medida, a entregarse por nosotros. En la Nochebuena sentíamos un calor por dentro, que no era el del clima. Y al día siguiente, la ilusión de recibir los juguetes vistos en las vitrinas de los almacenes, pedidos al Niño Dios en cartas, colocados algún momento debajo de la cama por nuestros padres, cuando nos soñábamos jugando. Cartas que seguíamos haciendo aun cuando ya sabíamos la identidad de los que nos compraban los regalos, cometiendo pecado venial, ignorantes de los esfuerzos que aquellos realizaban para que los tengamos.

En el barrio, desde la iglesia, veníamos los feligreses cantando por las calles, arrullados por el acordeón que tocaba el sacerdote que guiaba la procesión. Era cada noche antes de la Navidad y llegábamos a las casas donde teníamos las posadas, donde la alegría estaba en todas partes. Posadas que aún repetimos, con la familia propia y las familias de los hermanos, donde las nuevas generaciones se acercan al altar de una tradición que llena de regocijo a todos y en la que los niños son los reyes.

En el colegio, disfrazados de reyes magos, íbamos a obsequiar a los niños pobres. Y hacíamos representaciones teatrales, como la de buscar un oficio para el niño Jesús. Ahí, como en el hogar, estaban nuestros formadores, no solo instructores, y estaban los amigos, que eran como nosotros, que empezaron a ser parte de nuestras vidas y todavía lo son felizmente.

La magia ya está aquí, combatiendo a los distractores y aun más, a sus enemigos. Convoca a los tiempos idos y desafía a los venideros.

Crecimos. Vinimos a saber y a entender que también había maldad en el mundo. José y María habían tenido que huir con su hijo de Belén a Egipto –convirtiéndose en inmigrantes, como los de ahora, que son rechazados inclusive por los que se dicen cristianos–, para huir de la persecución de Herodes, llamado inicuamente El Grande, quien se sentía amenazado por lo que sería Jesús según la profecía, porque el poder es un monstruo que somete atrozmente. No podíamos creer que hubiera mandado a matar a los niños menores de dos años para deshacerse de Jesús, a quien el pueblo esperaba para librarse del yugo romano. Herodes era rey de los judíos, por ello y por la muerte de Jesús los hebreos cargaron una injusta acusación que por siglos se mantuvo.

Pero la pérdida de la inocencia infantil vino de la realidad de entonces. Salimos del cuarto de las hadas y de golpe nos quemó el fuego del dolor ajeno. Supimos que había niños descalzos, mendigos que hurgaban en los tachos públicos de basura y dormían en las veredas. ¡Aún los hay! Éramos niños cuando en la escuela nos enviaron a las casas por la muerte de John Kennedy y nos pidieron que hiciéramos un álbum de recortes de periódico con las abundantes fotos que sobre él y su familia se publicaron. No entendíamos por qué lo habían asesinado. Mas, a los 13 años debimos habernos impactado por la invasión de los tanques soviéticos a Checoslovaquia, porque aprendimos y no hemos olvidado el poema dedicado al estudiante Jan Palach, quien se inmoló en protesta por la invasión. También debe habernos impactado el homicidio de Robert Kennedy años después, porque recordamos inclusive el nombre del homicida. Luego nos llegaron los ecos del asesinato del Che Guevara, el legendario guerrillero heroico, cuyo legado de valor o de horror aún se discute, a 50 años de su muerte. Y del golpe de Estado en Chile. Entrábamos a la universidad a estudiar, donde echamos otra mirada al mundo, a las causas de sus problemas y a sus posibles soluciones. Los ideales inflamaron corazones e invitaron a la acción. Ya en el colegio habíamos tenido la oportunidad de luchar por causas justas, de conocer, frente a las brasas, a las personas, de aprender la importancia del trabajo mancomunado, de contar, para ese trance aleccionador, con el maravilloso apoyo de nuestros padres.

Hermosos tiempos idos y presentes, donde la Navidad y la esperanza nos prestan aliciente para mantenernos vivos y poner la proa visionaria hacia las estrellas, como enseñaba José Ingenieros. (O)