Aunque se diga que la historia la hacen los pueblos y las grandes corrientes sociales, hay ocasiones en que el acto de una persona desencadena transformaciones impensables. Fue lo que ocurrió cuando el cura agustino Martín Lutero, cansado de la indiferencia de la jerarquía católica a sus ruegos y sugerencias, decidió transformarlas en proclama pública. En un mundo en que aún no se habían inventado los medios de comunicación y mucho menos las redes sociales, ningún lugar más adecuado para difundirlo que la plaza por la que circula la gente. Allí, en la puerta de la iglesia de Wittenberg, el 31 de octubre de 1517, clavó el documento. La lluvia del otoño europeo no borró los 95 puntos que contenían esos papeles ni el viento se los llevó. Aunque el objetivo de Lutero era la reforma y no la ruptura, muy pronto esas tesis se convirtieron en la base de una nueva iglesia.
Un hecho diferente en su forma, porque el protagonismo no fue de una sola persona, ocurrió casi exactamente cuatrocientos años después, cuando un pequeño grupo de militantes revolucionarios apoyados por soldados y marineros rusos se tomó el Palacio de Invierno de San Petersburgo. La antigua residencia de los zares, convertida en sede del gobierno provisional de Kerensky, constituía el símbolo del poder, de manera que su caída marcaba el fin del viejo régimen y el inicio del nuevo. Lenin y Trotsky, a diferencia de Lutero, buscaban la ruptura, querían construir una utopía (no una iglesia ciertamente, aunque el producto final se pareciera mucho a una de estas).
Ambos hechos, con sus particularidades, dividieron al mundo. La Reforma, como se conoce a la acción de Lutero, no solo llevó al cisma con Roma, sino que marcó la vida y la política por lo menos durante los siguientes doscientos años. Las guerras de religión en Europa se fundieron con las disputas territoriales y definieron muchas sucesiones monárquicas. Por su parte, la Revolución rusa estableció un nuevo orden mundial que completaría su diseño en la Guerra Fría, después de la Segunda Guerra. Cada uno de esos acontecimientos, cuyos aniversarios se conmemoran en estos días, marcó un antes y un después, pero también estableció un cuadro en blanco y negro. Las posiciones intermedias, críticas y reflexivas no tenían cabida.
Debió pasar mucho tiempo después de cada uno de estos eventos para que se pudiera volver al diálogo. En su momento solo hubo voces aisladas que tomaron distancia con las posiciones en pugna y reivindicaron la libertad de pensamiento y de expresión. En los años iniciales de la Reforma fue Erasmo de Rotterdam quien se mantuvo equidistante del fanatismo que invadió a los dos lados en pugna. En los oscuros años de la Guerra Fría, intelectuales como Albert Camus e Isaiah Berlin no sucumbieron ante el falso dilema del mundo dividido, que llevó a la mayoría de sus colegas a hechizarse con el canto de sirena del totalitarismo. Sin la Reforma y la Revolución el mundo sería otro. Pero sin esas voces cuestionadoras sería invivible. (O)