Traidor a la lealtad que me juraste, vocifera desde el ático el expresidente que no se asume sin todas las prebendas del poder. Traidor al espíritu de Montecristi, acusa a su mentor el presidente que se sentó a la mesa que no le había dejado servida. En uno y otro sentido, traidor dice de un sujeto, sin honor, que rompió un juramento de fidelidad. La fidelidad en las familias hace relación a la sangre, vínculo que trasciende a la racionalidad. Es el mismo que invocan las mafias, que se instituyen vínculos sanguíneos inexistentes para cimentar a los intereses de cada grupo.
La comunidad de ciudadanos debemos lealtad a los elementos constitutivos de la nación –los que nos permiten vivir juntos en torno a objetivos– organizados en torno al Estado de derecho. Esta última es la única lealtad que debe admitir la política. Cuando la lealtad refiere a la disputa de grupos dentro de un partido político, la pregunta obvia es si está en juego alguno de los elementos del proyecto nacional de los ecuatorianos. Eso no es lo que los ciudadanos vemos hoy en PAIS. Nos inundan solamente con mentiras sentimentales y medias verdades en que se manipulan psicopáticamente los artilugios de una fraternidad y no los vínculos ideológicos de un partido político. Los dimes y diretes son solo la pantalla de otras verdades, ocultas para el gran público. Como lo ha sido una década de gestión gubernamental que creó una gama de intereses, la que está en juego en la bronca, que es más una pelea callejera y menos un debate.
Salta a la vista que Alianza o Acuerdo PAIS (sea lo que haya sido o querido ser) ya no existe. No existe no porque haya falta de unidad. Un partido debe ser una forma unitaria de diversos puntos de vista cobijados por una estrategia, que no es el caso ahora ni nunca PAIS lo fue. La falsa unidad de PAIS murió el día en que Correa dejó el poder. La unidad de PAIS fue impuesta por el control clientelar que ejerció el caudillo, el que no admitía ninguna fisura. Pero él creyó que había logrado la fórmula mágica que ningún populista había conseguido en el subcontinente: transferir temporalmente las masas a un encargado circunstancial, mientras el caudillo sigue ejerciendo el poder, y luego recuperarlas íntegras y leales. El poder tras el trono, con dote prestada bajo garantía de devolución.
Pero Correa calculó mal. Calculó bien hasta que su vanidad lo devoró. En 2013 comenzó el declive luego de que había alcanzado el techo de su popularidad y de la capacidad de gasto del gobierno. Ahora sabemos que para entonces, el aparato de corrupción había llegado también al punto más alto de su operatividad. La popularidad empezaba el descenso, la eficacia de la corrupción no. Mejor dicho, para quienes conocían de ella, debieron haber pensado que no.
Entonces surgió la fórmula mágica. Dejar cuidadosamente zurcidos todos los engranajes del poder y buscar una legitimidad electoral sin opción de pérdida. Jugar a la ruleta con todos los números ganadores. Expandir el consumo y el bienestar durante el periodo electoral mediante el endeudamiento. Lograr que Manabí, con el dinero de todos los ecuatorianos y de la cooperación internacional, crease una masa electoral suficiente en la reconstrucción. Una mayoría parlamentaria, con sus emisarios a cargo de las principales dignidades. Una asesoría presidencial, política y económica, de sus voceros. Ministros del nuevo gobierno de su entera confianza. Embajadores que lo representan a él antes que al Ecuador.
A Correa le falló una pieza. El público no siempre come cuento. Glas no tuvo aceptación, no podía ganar las elecciones, era el eslabón débil que la oposición esperaba. Entonces acudió a su plan B, Moreno, cuidadosamente guardado frente al Lago Leman, quien sí podía ganar las elecciones. Se vistió con su vanidad e invistió al nuevo candidato, que debía, a criterio del caudillo, una lealtad de creatura a su creador.
Los dimes y diretes son solo la pantalla de otras verdades, ocultas para el gran público. Como lo ha sido una década de gestión gubernamental que creó una gama de intereses, la que está en juego en la bronca, que es más una pelea callejera y menos un debate.
La vanidad no permite ver más allá de las narices. Y Correa creyó que Moreno no se había percatado que el poder (convocatoria) electoral había comenzado un lento desplazamiento. Esa es la virtud de la incertidumbre electoral durante la democracia. Y finalmente Correa comenzó a necesitar cada vez más de Moreno para ganar. Y Moreno comenzó a sentir que más allá del préstamo electoral de las masas, había una agenda de libertad en gestación. Y que dependía electoralmente cada vez menos de Correa. El círculo virtuoso fabricado por Correa para ejercer el poder tras el trono empezaba a convertirse en un círculo perverso. Una vez en campaña, se produjo la mutua utilización: Correa sabía que si Moreno ganaba, operaría el perfecto zurcido, porque él suponía que las masas eran suyas; mientras que Moreno sabía que si ganaba podía utilizar algunos resortes del hiperpresidencialismo para lentamente deshilar el bordado de su antecesor y convertir su contribución electoral en poder.
Pero ni Correa ni Moreno contaban con que no ganaría(n) en la primera vuelta. Es decir, que en la segunda vuelta se produciría una nueva contabilidad en la que incluso podía(n) perder. Y ganó estadísticamente Moreno aunque políticamente se estacionó en un empate. Y se impuso la operación más compleja, deshacer el empate político en medio del enfrentamiento de dos polos. Por un lado, la reproducción del correísmo y del poder de Correa como su portaestandarte; y, por otro lado, la necesidad de responder ante el hartazgo popular con la gestión autoritaria mediante la distensión que condujera hacia una nueva circunstancia. Dicho rápidamente, volver al redil de Correa o crear una base de apoyo.
Y hasta ahora Moreno ha optado por una fórmula intermedia: disputar el aparato partidario a Correa, quitándole su bandera –la Constitución de Montecristi–, depurando la corrupción más visible, la que le vincula directamente con el caudillo, especialmente, Glas, emisario y plenipotenciario de Correa en todas las batallas y escenarios. Así, revestido de las aparentes glorias del correísmo en el desarrollo, podría ejercer esos beneficios dejando que el peso del inventario se lave en el ático. Dicho mal y pronto, ejercer el poder desde un correísmo sin Correa, desde el cual enfrentar al mentor y dialogar con la oposición.
No obstante, la mutación genética del correísmo está fallando. Es muy tarde y muy farragosa. El mentor no se reconoce como pasado, ni se dejará acuchillar en ninguna plaza pública, menos en un concurso como la consulta popular. Los ecuatorianos que estamos excluidos de esta justa por el poder clientelar sin honor y mucho interés exigimos que empiece la política de verdad. (O)