Es casi una verdad de Perogrullo que el esquema institucional perpetuado en la Constitución de Montecristi fue un fracaso, especialmente en lo relativo al Consejo de Participación Ciudadana y Control Social. No obstante, poco se habla sobre las falencias del modelo económico consagrado en ese mismo texto. La Carta de 2008 nos legó el dominio virtual del Estado sobre la economía, un régimen en el cual la iniciativa privada tiene un rol marginal, siempre sujeta a los designios de los tecnócratas de turno. Más aún, durante la última década han proliferado leyes y reglamentos que galvanizan ese espíritu estatista en todas las áreas posibles: comercio, finanzas, telecomunicaciones, educación, etcétera.

Revisen por un momento la Constitución vigente para constatarlo. Lean los artículos relativos a “sectores estratégicos” y “servicios públicos” (313-318), donde se encuentran comprendidos agua, transporte, telecomunicaciones, recursos naturales no renovables, puertos, hidrocarburos, y todo aquello que al legislador se le ocurra añadir. En tales áreas, el sector privado solo puede intervenir “de forma excepcional”, cuando no exista ninguna empresa pública o de capital mixto que pueda hacerse cargo. El mismo tinte estatista es perceptible, por ejemplo, en los apartados referentes a “Política Comercial” (304-307) o la “Política monetaria, cambiaria, crediticia y financiera” (302-303). En este último caso incluso se elimina la autonomía del Banco Central y se subordina enteramente el orden financiero al arbitrio del Gobierno.

La visión económica de Montecristi trascendió en la labor legislativa de la Asamblea Nacional. Entre sus productos más emblemáticos tenemos la Ley Orgánica para la Defensa de los Derechos Laborales de 2012, que eliminó en la práctica el régimen de responsabilidad limitada en nuestro país, con el enorme desincentivo a la inversión privada que ello significa. Porque desde entonces los accionistas de una empresa son responsables solidarios de las obligaciones tributarias, financieras o laborales de la misma, y cualquier burócrata entusiasta puede dictar el congelamiento de cuentas o incluso prohibiciones de salir del país en su contra. ¿Cómo atraes inversores a tu emprendimiento con tales condiciones?

En el ámbito económico, hay que hacer una cirugía mayor porque es alto el grado de tribalismo impregnado en nuestro ordenamiento jurídico, y mientras ello subsista seguirá siendo una amenaza latente para nuestra prosperidad.

En materia tributaria, la cuestión es pasmosa. Mientras al sector privado se lo abarrotó con nuevas cargas y vaivenes normativos, a las empresas públicas se las colmó de privilegios. Por ejemplo, estas últimas no tienen obligación de pagar impuesto a la renta. Y tampoco deben distribuir el 15 por ciento de sus utilidades entre los trabajadores, así como no se les retiene el IVA ni pagan aranceles por los bienes que importan. Todo ello mientras se apretaba a los privados con el anticipo del impuesto a la renta, odiosa figura que asfixia con especial saña a las empresas medianas y pequeñas. Y paralelamente se estableció un impuesto a las operadoras de telecomunicaciones por el mero hecho de tener más éxito comercial que sus competidoras, se puso techo a la participación de los trabajadores en el reparto de utilidades –¡en favor del Estado!– y se encareció sustantivamente la vida de los ciudadanos con toda clase de cargas al comercio exterior.

El favoritismo con las empresas públicas fue igualmente asombroso. A CNT se le dio mediante decreto ejecutivo el monopolio de la contratación de servicios de telefonía con el Estado, entre muchas otras ventajas frente a sus adversarios privados, y ni así agarró fuerza su operación celular. En cualquier país del mundo civilizado esto habría desatado la ira de la autoridad antimonopolio, pero aquí no pasó nada. Porque la Superintendencia de Control del Poder de Mercado estuvo demasiado ocupada imponiendo multas absolutamente desproporcionadas a las operadoras privadas. Del mismo engreimiento disfrutaron entes estatales como Tame y el Banco del Pacífico, mientras se llenaron de piedras regulatorias las mochilas de sus competidores. Y ni qué decir del bullying burocrático que sufrieron las universidades privadas mientras se incineraron millones de dólares en la fogata utópica de Yachay.

Es primordial acabar con la reelección indefinida y reformar el proceso de nombramiento de autoridades de control. Sin duda. Pero ese es solo uno de muchos pasos necesarios para tomar el camino de la cordura institucional. En el ámbito económico, hay que hacer una cirugía mayor porque es alto el grado de tribalismo impregnado en nuestro ordenamiento jurídico, y mientras ello subsista seguirá siendo una amenaza latente para nuestra prosperidad. Debemos compensar inmediatamente el retroceso causado durante esta última década, la década estatizada. (O)