Este es el nombre de la última actividad previa a la realización de la Feria Internacional del Libro de nuestra ciudad, correspondiente al presente año. El enriquecimiento de esta forma cultural por el que pasamos justificaba que nos pusiéramos a pensar a qué responde el gustoso fenómeno del teatro. Las limitaciones de Guayaquil para acoger y estimular todas las fases de la dramaturgia son históricas y parece que una convergencia de factores, en la actualidad, las va superando.
Cuatro voces autorizadas –Virgilio Valero, Montse Serra, Jaime Tamariz y Arturo Zöller– nos dieron material suficiente para apreciar qué pasa con este “modelo de producción” que es el microteatro y por qué la gente parece volcarse sobre él como actividad cultural que llene los ocios de la ciudad. Se redujo el espacio dramático a los términos de una habitación de casa y se comprimió dentro de él la acción representada y el texto que se pronuncia. Teatro para tiempos de crisis, afirmaron, en el cual los costos de producción, escenificación y taquilla se reducen tanto como el tiempo de la representación: de veinte a quince minutos.
Todo en él resulta desafiante: la experiencia del actor al tener que actuar con el público casi en sus narices, la coherencia de un texto que desarrolle todas sus instancias en un tiempo mínimo, la invisible mano fuerte del director para el control total de los elementos del drama. Cualquiera que desee hacer teatro seriamente sabe que tiene que desandar la montaña de la comicidad fácil, que hace reír a costa de malas palabras o afirmaciones de doble sentido. En el microteatro los gestos y las palabras se intensifican al calor de la reducción del espacio, por tanto, el abandono del rigor sería condenarlo a la muerte del arte.
Los expositores de la mesa son conscientes de que el fenómeno que viven puede responder a una moda. Pero el buen teatro educa los gustos del público: si parten de la sorpresa de la novedad –hay gente que está yendo por primera vez en su vida a un espectáculo de esta índole– bien pueden sostenerse y evolucionar hacia ese alimento experimental que la creatividad dramatúrgica ensaya constantemente.
Este auge no quiere decir que el teatro eterno, el de obra construida en actos y escenas quede descalificado o fuera de ámbito. Al contrario, la versión micro del drama permite el gusto paralelo por estas dos dimensiones del arte de representar, en el que cabe hasta el teatro leído, que nos permite un acceso más alcanzable a las piezas clásicas.
El contar con más salas para el microteatro –y la inversión del Municipio de la ciudad en los locales de la llamada La Bota es un total acierto–, apreciar lo que a lo largo de tres años se ha multiplicado sobre las tablas, ver cuánto rostro nuevo dirige y actúa, nos hace concebir la ilusión de un futuro teatral estable y de calidad. También salió a la luz la necesidad de nuevos escritores de teatro porque el hallazgo o creación de un texto adecuado, forma parte del sortilegio que opera dentro de una salita oscura. Por eso, aprovecho la oportunidad para celebrar la brillante adaptación del cuento Un hombre muerto a puntapiés, del actor Aaron Navia. Un trabajo de lujo. (O)