Lo que me parece más ilustrativo de todo lo mucho que está pasando en estos días es que el caso Odebrecht resulta para nosotros una gran escuela. ¡Cómo seguimos aprendiendo! Antes creíamos que para cualquier asalto era indispensable que el ladrón transitara por senderos peligrosos, esperara el momento propicio en zaguanes oscuros, ocultara su identidad con una máscara o, por lo menos, la protegiera bajo el ala de un sombrero, tuviera lista una pistola y así aguardara, con los nervios bien templados y un cigarrillo atornillado en los labios, el momento del asalto.

Eso pensábamos porque seguramente estábamos influenciados por las películas de gánsteres o las series de televisión, cuando no por las novelas policíacas que, ya entendemos, están totalmente alejadas de nuestra realidad.

Gracias a la intrincada novela odebrechtiana que nos está siendo revelada capítulo a capítulo, sabemos que el ladrón moderno espera en su casa o en un lujoso hotel la visita del contacto, quien es el encargado de pagarle la suma fijada para que, prevalido de su alto cargo público, cometa un acto ilícito, un asalto a los fondos del Estado, un robo. Nada de pistolas ni máscaras. Terno y corbata los dos. Muy educados los dos, que se saludan como viejos compinches. Conversan de cosas interesantes, revelan secretos e intercambian experiencias sobre asuntos en que cada uno es un experto. Hasta que el uno le entrega al otro una maleta con el monto del dinero pactado que el funcionario, revestido de su autoridad y con su vieja experiencia en estas lides, ni siquiera se da el trabajo de contar porque sabe que quien se lo da es hombre de palabra.

Todo muy civilizado. El lío era para el sobornador, que tenía que saber la exigencia de cada sobornado, porque unos le pedían que les depositara el dinero en bancos del exterior, otros que les diera en efectivo, otros, que lo pusiera en la cuenta de su tío.

Nos deslumbramos cada vez que se revelan los mecanismos de esta forma de asalto de amplia vigencia, impune durante estos últimos diez años, en que los robos se cometieron sin violencia, sin sangre y donde lo único malo es una mala palabra que alguno suelta por ahí. Todo lo demás es cortesía, entendimiento, elegante complicidad.

Algo que, como simple espectador, me tiene intrigado es saber qué hacen los ladrones con tantos millones que recibieron. Cierto es que uno de ellos guardaba los billetes en una caja fuerte. ¿Pero, en qué gastan su botín? ¿Se compran yates, autos, casas? ¿Y, con lo que les sobra, más autos, más yates, más casas? ¿Joyas? ¿Por qué eran tan angurrientos, tan insaciables, tan voraces? ¡Qué curiosidad! Es que la vida de los ladrones siempre es enigmática y por eso cautiva a la audiencia con tanta facilidad.

Ahora que ya conocemos la trama, ojalá la novela no se interrumpa por lo menos hasta el día en que el resto de esos ladrones de manos limpias huyan a Miami, donde llegan como ladrones y terminan viviendo como narcos que, me imagino, es el estatus por el que lucharon con toda la fuerza de sus mentes lúcidas y sus corazones ardientes. (O)