Verónica Coello Moreira
Hay quienes aseguran que la línea divisoria entre cordura y locura es tan delicada que cualquier evento extraordinario que logre alterar las emociones puede generar el paso de un lado al otro. La RAE clasifica a la locura con algunos significados, pero rescato dos en particular:
1. f. Privación del juicio o del uso de la razón.
2. f. Acción que, por su carácter anómalo, causa sorpresa.
El primero hace referencia al juicio con el que tomamos decisiones, hablamos en público, razonamos nuestras acciones y decretamos el camino a seguir. Menciona una privación de este, es decir, quedar a expensas de nuestro sentido básico humano de ser guiados solo por pasiones, ya que la parte que mantiene el comportamiento “político y socialmente aceptado” está obnubilado por algún agente externo o interno, incontrolable por un tiempo indeterminado.
El segundo, por su parte, habla del elemento sorpresa. Es decir, un comportamiento que rompe esquemas yéndose en contra de la norma establecida que genera tranquilidad y mantiene el ambiente en un cómodo estado de cotidianidad sin sobresaltos, con las respuestas previstas antes de que aparezcan las preguntas.
Entonces la locura sería una acción o actitud que desestabilice el ambiente donde se genere; y loco, quien practique esta actividad. Parecería un tema sencillo, pero como la política gusta de ponerle sabor a la vida, ¿qué pasa cuando estas características las encontramos en sus protagonistas? No deja de sorprenderme el poder del caudillo en nuestra sociedad. No importa el partido político, el color de su bandera, ni si viste guayabera o camisa andina. La civilización del espectáculo permite que la gente se arremoline bajo una tarima hasta ver aparecer a un autoproclamado mesías, entonces empiezan gritos eufóricos en las mujeres, y hombres con el corazón latiendo a mil, esperanzados en quien domina el escenario con micrófono en mano, mencionando las palabras clave: partidocracia, ricos malos, políticos corruptos (los contrarios, ellos siempre probos), unos cuantos improperios, insultos vagos hacia la “oligarquía hambreadora” y hasta puede atreverse a dar nombres y apellidos para mofarse públicamente. Continuará lanzando un par de frases haciendo referencia a que solo está ahí porque busca servir y recalcará que sería capaz de dar la vida por y para el pueblo, o algún símil con esa connotación dramático-emotiva, que hace estallar el lugar en aplausos y vitoreo, pero siempre volviendo hacia su partido como la única posibilidad de salvación para finalmente recordarles quiénes son “su equipo”, esos políticos que el pueblo debe memorizar y automáticamente apoyar fielmente en cada paso y decisión que se tome, porque ellos harán “lo mejor” para sacar al país de la pobreza.
En resumen, el problema de nuestro país no radica en la aparición o desaparición de personajes con actuar extravagante, estilo irreverente o inverosímil, que amenazan con patear el tablero político generando rumores de candidaturas futuras, no. El problema lo generan quienes apoyan estas acciones brindándoles atención, cobertura y espacio en los medios. Entonces me pregunto, ¿quién padece locura? El que es conocido por actuar sin compostura o el que acude, aplaude, disfruta y difunde el show?(O)