“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Entre varias razones que harían de este un gran inicio, hay una que ahora a los 50 años engrandece todavía más a Cien años de soledad. Y es que parafraseando el inicio podríamos decir que nosotros recordaremos (algunos recuerdan ya) en esa primera lectura, a Remedios la bella, las colas de cerdo, y una de las fundaciones más importantes de la historia: la de Macondo. Esta novela mostró un elemento esencial del arte: la totalidad de su ser en la ejecución, y no un aspecto, constituye su valor.
Es verdad que hay muchas obras narrativas (literarias y cinematográficas) que buscan causar curiosidad o interés por el “qué va a pasar”. Usualmente en las obras best seller (o taquilleras) se pueden identificar además otras realidades: el mecanismo que funciona, los estereotipos, decir antes que sugerir. En esas obras el espectador se entrega como si se montara en una montaña rusa, dejándose llevar. El molde funciona: el espectador inconscientemente confía en el narrador de la historia, espera un desenlace feliz en el que entendió perfectamente todo. Cuando esto no se da, se califica a la obra de mala o aburrida. Me pregunto: desde una posición no de entrega sino de proactividad, ¿tal limitado parámetro es suficiente, todavía más, acorde para calificar a una obra de mala? El impacto sensorial de un caramelo es más enérgico que el del vino.
Cien años de soledad no es propiamente una historia que trate de algo. Es más, para la relectura es adecuado, casi que recomendable, abrir el libro al azar y leer. Simplemente es un despliegue imaginativo. Si uno empezara por el final, el spoiler no sería definitivo. La novela del nobel colombiano está hecha para ser disfrutada letra a letra, palabra a palabra. Entretiene por la calidad narrativa, los personajes a los que creemos ver, con los que llegamos por poco a vivir. Una creatividad despiadada. Siempre me ha cautivado pensar cómo la logró escribir, y no me tranquiliza el que me digan que la pensó durante varios años. Gabo escribe con una soltura que pareciera que la obra fue tejida por la casualidad, para luego reincidir en que es lo mismo de siempre: una racionalidad revestida de la forma bella de lo artístico. Tal vez no sea el escritor al que uno va a buscar redención, purificación; tal vez no sea Tolstói, Camus ni McCarthy. Pero su obra no escapa al calificativo de arte narrativo, arte con todas las letras.
Como dije al inicio, esta obra no está hecha de “aspectos notables” (la temática, la adrenalina). Cien años vale la pena por ese círculo concéntrico, por esa mentira sin fugas que es la literatura, por esa coherencia interna. Vargas Llosa se refería a la novela: “Nos abruma la certidumbre de que solo contada con esas palabras, ese talante y ese ritmo, esa historia resulta creíble, verosímil, fascinante, conmovedora (…),” y concluye con lo que iniciamos, que su valor está en que la historia es las palabras que la cuentan. (O)