Nunca me sorprende, siempre me asombra. Desde el año 1967 somos amigos, casi hermanos, lo vi cruzar tempestades, siempre supo capear el temporal. Son cincuenta años de entrañable amistad, medio siglo de afecto. No me sorprendió cuando, en Chile, decretaron que las mejores canciones en español durante el siglo XX fueron Cuando un amigo se va, Alfonsina y el mar, Gracias a la vida. Recuerdo un par de almuerzos personales con Mercedes Sosa en el Grand Hotel Guayaquil, ella era frontal, a la vez lúcida, de una entrañable modestia, pero con la conciencia viva de quienes se saben mortales. Pertenece a este grupo de amigos que tengo en común con Alberto: Luis Eduardo Aute, Piero, Víctor Heredia, Juan Manuel Serrat, León Gieco, Alberto Plaza. A las canciones consideradas como las mejores del siglo pasado añadiría El unicornio azul, Solo le pido a Dios, La flor de la canela, Los ejes de mi carreta, y unas cuantas más.
Allá por los años sesenta le cayó como latigazo en el alma la muerte de su padre. Alberto regresó al hotel después de un recital. Con los ojos nublados compuso el tema que lo haría inmortal: Cuando un amigo se va. Le sigue doliendo aquella ausencia con las púas de la infancia añorada.
Una vez me dijo: “El día que no pueda estar en el escenario será como si estuviera muerto”. Temí por su vida en 1996, cuando en Mar del Plata sufrió un ataque cerebral, lo operaron de una obstrucción de la carótida, perdió por un tiempo el uso de un brazo, el que necesitaba para pulsar las cuerdas de su guitarra, siguió al poco tiempo recorriendo el mundo con el pianista Ricardo Miralles. Dio conciertos acompañado por unas cuantas orquestas sinfónicas, entre ellas la de Guayaquil. De pronto fue invitado de honor con Plácido Domingo en Madrid. Después de cinco años lo tenemos de vuelta en Guayaquil.
Sucede con él lo que ocurre con Itzhak Perlman. Su voz brota desde un rincón del alma, haciendo olvidar que pueden doler las piernas. La música le proporciona alas para volar desparramando castillos en el aire. Tuvo las agallas, en Viña del Mar, de cantar Gracias a la vida estando entre el público Augusto Pinochet. Apenas se oyeron los primeros compases, el dictador se levantó y se retiró: no era bienvenida Violeta Parra, la que dijo: “Los hambrientos piden pan, plomo les da la justicia”.
Muchas veces Alberto llegó a mi hogar coincidiendo de repente con Facundo Cabral, Raúl Vale, Víctor Heredia. Facundo, con voz decisiva, decía: “Si brindas vino, Bernard, rojo tiene que ser”. Cociné siempre los platos franceses que les gustaban. Asimismo, su mujer nos mimó varias veces en su casa con platos de otro mundo muy cerca de Madrid.
Cuando murió mi esposa, me retumbó en la cabeza: “¿De qué sirve la vida si a un poco de alegría le sigue un gran dolor?”. Sé que Alberto no podría sobrevivir si algo le pasara a su amada Renata. Nuestra amistad se fortifica con el hecho de sabernos mortales. (O)