Kurt Vonnegut decía que no importa cuán corrupto, codicioso o nocivo sea un gobierno, la música siempre va a estar bien. La frase vale lo mismo para la literatura: ante el descalabro de la vida pública, uno siempre puede hallar refugio en los buenos libros.

Durante este último año hemos asistido en el país a lamentables revelaciones relacionadas con la corrupción, la negligencia y el abuso de poder en todos los niveles. Pero fundamentalmente hemos asistido al desprestigio progresivo de la palabra. El Gobierno parece no tener límites para la mentira y el cinismo: no solo es capaz de negar groseramente las realidades más evidentes; sino que con frecuencia desprestigia a los que disienten, criminaliza la crítica y ha hecho todo lo que ha podido por levantar el mayor estado de propaganda de la historia ecuatoriana.

Ante un panorama semejante, resulta reconfortante observar la vitalidad y la calidad de nuestra joven literatura. 2016 fue un año que nos trajo una muy interesante producción literaria. Creo que se puede decir sin temor a equivocarse que en nuestro país se está gestando una importante generación de nuevos escritores, nacidos entre finales de los setenta y principios de los noventa, cuyas obras han devuelto a la palabra la riqueza y complejidad que suelen negarle nuestros políticos.

La lista de autores es extensa: Ernesto Carrión, Mónica Ojeda, Salvador Izquierdo, Andrea Crespo, Esteban Mayorga, María Fernanda Ampuero, Solange Rodríguez, Luis Alberto Bravo, Fernanda Pasaguay, Kelver Ax (†). Me disculpo, de antemano, por los autores que se me escapan. Lo importante, sin embargo, no está en los nombres puntuales sino en la cantidad y calidad de los textos que se han producido últimamente en nuestro país, tanto en poesía como en novela, crónica y cuento. Una generación que recuerda en número a la del setenta, pero con unos comienzos más interesantes, arriesgados y auspiciosos que la mayoría de sus predecesores setenteros.

Recientemente se ha hablado mucho de una suerte de “boom” del nuevo cine ecuatoriano. A mí el cine nacional me sigue pareciendo en general bastante ingenuo, frecuentemente atascado entre estereotipos regionales y chatas representaciones de la nación. Nuestra joven literatura, en cambio, ha realizado en los últimos años propuestas significativamente más complejas e interesantes. Y lo ha hecho, hay que decirlo, con mucha menos prensa. Durante 2016 se publicaron varios libros notables. De ellos destaco, por motivos de espacio, tres: Como un caracol nocturno en un rectángulo de hielo (Ernesto Carrión), Te Faruru (Salvador Izquierdo) y Nefando (Mónica Ojeda).

El libro de Carrión es una sutil aproximación poética a los infernales mundos depresivos de Sylvia Plath, Robert Lowell y Anne Sexton (los tres recibieron durísimos tratamientos en la clínica McLean de Boston y posteriormente utilizaron aquella amarga experiencia en su escritura). Carrión intenta dar forma a sus atormentadas voces y de paso conectarnos con una genealogía de poetas estadounidenses que lamentablemente en América Latina han tenido menor fortuna editorial que sus colegas beatniks.

2016 fue un año que nos trajo una muy interesante producción literaria. Creo que se puede decir sin temor a equivocarse que en nuestro país se está gestando una importante generación de nuevos escritores, nacidos entre finales de los setenta y principios de los noventa, cuyas obras han devuelto a la palabra la riqueza y complejidad que suelen negarle nuestros políticos

Te Faruru, al igual que Una comunidad abstracta (la anterior novela de Izquierdo), es un libro experimental en el que los paratextos (citas, notas, anexos) ocupan un lugar central en la estructura de la obra. No son meros añadidos, sino los elementos que verdaderamente movilizan la escritura. Los dos últimos trabajos de Izquierdo, tan curiosos como poco convencionales, se desmarcan de cualquier noción de originalidad literaria y nos presentan una idea de la cultura hecha a través de retazos y reciclajes. Ambas novelas han sido finalistas del prestigioso premio Herralde y, en mi opinión, colocan a Izquierdo como una de las voces más sugerentes de la nueva narrativa ecuatoriana.

Nefando, el último libro de Mónica Ojeda, es la verdadera revelación del año. En España ha cosechado ya varias decenas de críticas ampliamente positivas y son algunas las publicaciones de ese país que lo han ubicado en sus listas de mejores libros de 2016. Es un texto demoledor que demuestra una solvencia literaria inusual en una escritora tan joven. A ciertos críticos les ha llamado la atención la dureza de los temas que trata (la deep web, la pornografía, la pederastia); pero lo verdaderamente llamativo es su calidad literaria: el dominio de varios registros de la lengua, la lograda polifonía y versatilidad de su propuesta narrativa, su capacidad de internarse en traumas que nos arrojan hasta los mismos límites del lenguaje. Creo firmemente que si Ojeda logra desembarazarse de un par de elementos muy menores (cierto academicismo, ciertas sombras del bolañismo), tendremos dentro de poco a una escritora de primerísima línea.

Aunque algunos de estos autores poseen ya una obra importante (Carrión es el ejemplo más claro), el tiempo confirmará o refutará la promesa que hoy representan los más jóvenes de ellos. Por el momento, al menos, son un refugio extraordinario ante la penosa crisis política y moral del correísmo. Un gobierno al que, dicho sea de paso, solo parecen interesarle las producciones culturales del tipo Hasta siempre, Comandante de Carlos Puebla o Amiga de Miguel Bosé. Es decir, la cultura como una variante de la cursilería. (O)