Es imposible que la muerte de una persona como Fidel Castro pueda ser recibida con frialdad. No hay términos medios frente a quien encabezó un proceso que marcó un antes y un después en la historia latinoamericana. Mucho menos si todo aquello sucedió y sigue sucediendo bajo el ruido de las armas. Fue una guerra permanente, como lo ha recordado el presidente ecuatoriano que la ve como un acto heroico y de dignidad, mientras para otros significa muerte y desarraigo. Es sabido que en la guerra solo hay vencedores y vencidos, que lo único que comparten es el odio mutuo. Si se alienta la guerra y se vive en ella es imposible pedir absolución a la historia, porque esta la escriben tanto los unos como los otros. Muy atrás quedó el tiempo en que la victoria equivalía a aniquilación y se imponía el relato único.

Siendo la cara más fea de la Revolución cubana, la militarización ha sido justificada una y otra vez por la izquierda latinoamericana. No se puede desconocer la legitimidad de la lucha armada en contra de la dictadura de Batista. El derecho a la rebelión frente a la opresión es aceptado no solo por filósofos políticos, sino incluso por teólogos (que tanta aceptación tienen en la liturgia revolucionaria). Pero, después de ese momento, mantener la lógica amigo-enemigo, mientras se pregonan ideales de libertad e igualdad, es algo que no encaja. Es verdad que contribuyó a ello la política norteamericana, con acciones violentas propias de la Guerra Fría y con el bloqueo. Pero convertir a la isla en una fortaleza “donde cualquier disidencia es traición” (nuevamente, el presidente ecuatoriano citando a un religioso), no era la única ni la mejor forma de enfrentar las amenazas. Incluso considerando la necesidad de combatir al enemigo externo, desde Maquiavelo en adelante se sabe que los hombres libres luchan con mayor decisión porque está en juego precisamente su libertad.

La militarización y el uniforme como símbolo del poder apenas son la expresión más visible del modelo creado por el leninismo, perfeccionado bajo el estalinismo y convertido en dogma de fe por el guevarismo. Rápidamente la cúpula cubana sepultó el debate de los primeros años y con ello cerró las posibilidades de establecer un régimen pluralista que a la vez diera respuesta a las necesidades sociales. Libertad e igualdad fueron tratadas como términos incompatibles y con ello se perdió la oportunidad que se presentaba no solo para la instauración de un régimen alternativo al socialismo autoritario y al capitalismo excluyente, sino para una renovación de la izquierda.

Por el contrario, deslumbrada por la fase heroica y recordando las viejas enseñanzas del martirologio, un sector de la izquierda latinoamericana convirtió la lucha armada en el objetivo y la razón de ser de las revoluciones. De ahí en adelante, ese sector no pudo ofrecer nada en materia de libertades y derechos. Se estancó en la visión autoritaria, la que reivindica al comandante y no al ciudadano. Los discursos de despedida se encargaron de reafirmarlo. (O)