Existe, aunque no hay Peter Pan, Campanita ni Garfio, y los Chicos Perdidos son adultos que temen portarse como tales. Se llama “República del Ecuador”, y es el país donde nunca jamás pasa nada, a menos que el Poder lo requiera. Allí, el Poder no está en la Constitución sino por encima de ella, para interpretarla a su antojo y conveniencia. Un Poder que se difunde en cascada contagiando con su estilo y su discurso a los funcionarios más pequeños, públicos y privados. Un Poder que reclama autoridad, suplantando a la ley, a la inteligencia y al saber. Un Poder que decide la vida de los adultos perdidos, cambiando las reglas del juego cuando le interesa y fijando la terminación de su mandato a su capricho.

En el país de Nunca Jamás imperan las formas sobre los contenidos y cada funcionario grande o pequeño decide que las cosas ocurran o no, a su arbitrio y libre interpretación de la ley y el reglamento. En el ámbito académico, por ejemplo, el funcionario más alto decide qué títulos de maestría o de doctorado se inscriben y cuáles no, a pesar de que él mismo no tiene un doctorado. En el campo de la comunicación, un funcionario medieval decide cuál es la única y correcta interpretación de los titulares de los periódicos, invocando una “semiótica” propia que cuantifica su éxito en términos de juicios y multas. En la política exterior, la Cancillería se jacta de albergar a un famoso superhacker, pero devuelve a la boca del lobo a unos cubanos anónimos a quienes previamente recibió sin mayores requisitos.

En el país de Nunca Jamás no hay fiscalización ni justicia para todos, y el Poder resucita algún tema sepultado o aprovecha un incidente actual como cortinas de humo para tapar sus faltas. Así, los jueces deciden que “la justicia es solo para los de poncho”, condenando a cuatro años de prisión a dos indígenas que bloquearon caminos y enfrentaron a las fuerzas del orden sin mayores daños personales ni materiales, pero no tocan a los funcionarios gubernamentales que gastaron millones de dólares en rubros no autorizados y sin justificación legal, o adulteraron documentos públicos. Y un albañil que dizque robó ocho dólares en un bus se pudre en la cárcel, mientras una asambleísta utiliza impunemente recursos públicos para su propaganda personal.

En el país de Nunca Jamás no pasa nada, o pasa de todo y todo se deja pasar cuando el Poder lo necesita. Un Poder contradictorio e inconsecuente que no se responsabiliza por sus actos, porque puede echarles la culpa de aquello que no funciona a los adultos perdidos. Unos adultos miedosos como los niños ante el cuco, que se niegan a crecer porque para ellos también es muy cómodo someterse al Poder para poder culparle por todo lo que no anda. Unos adultos que no quieren hacerse cargo de sí mismos, de su deseo y de su destino, porque eso los confrontaría con los dolores del crecimiento, el envejecimiento y la muerte. Y entonces tendrían que renunciar a su posición de “almas bellas” que proclaman la “Undidad” (sic), o que se ufanan de no ver noticias porque la política “es sucia”. (O)