Hace unos años, mi querida amiga y colega escritora de libros infantiles Soledad Córdova escribió un simpatiquísimo libro con el título ¡Estoy harta de todo! Las graciosas conversaciones de una adolescente con su gato vienen con frecuencia a mi memoria, porque yo también estoy harta de todo. Me dirán que es la edad, que soy histérica, que no tengo autoestima, que mi flacura es directamente proporcional a mi bronca, pero no, nada de eso tiene relación con que yo me sienta como pez fuera del agua.
Estoy harta de vivir en un mundo donde todo está pensado y planificado para beneficiar a los grandes, donde amanezco cada día a luchar a contracorriente, donde la competencia es desleal porque así lo manda el sistema. Estoy harta de la inmoralidad, de vivir cuidándome la espalda porque la puñalada certera puede venir desde el propio contador ladrón en quien he puesto toda la confianza. Estoy harta de que las instituciones me traten como a delincuente y ante cualquier consulta por algo que desconozco, la respuesta sea amenazante.
Estoy harta de vivir en una ciudad sucia, donde caminar se ha convertido en una experiencia desagradable, donde las cacas de perro abundan ¡incluso en las zonas caninas que con acierto ha creado el Municipio! Estoy harta de que se privilegie a los carros, de que se boten árboles y de que el cemento, el ruido y la tozudez de sus autoridades lo contaminen todo.
Estoy harta de que se utilice mal el idioma y ahora se “socialice” en lugar de informar, se utilice el término “resemantizar” (inexistente en el DRAE) como sinónimo de conceptualizar... creo. Estoy harta de que las autoridades vivan aterradas, con paranoia, con sobresaltos, y tengan la necesidad de andar por la vida rodeadas de guardaespaldas, de choferes, en enormes e intimidantes carros con vidrios negros. ¡Estoy harta de pagar su miedo!
Me voy, le dije a mi marido. Incrédulo, me miró y puso su cara de ¿estás loca? ¡Estoy harta de todo! le respondí, pero él, que siempre encuentra el tornillo que me falta, me sugirió tomar un baño de espuma, leer, ver televisión y comer chocolates. Seguí al pie de la letra sus sabias instrucciones y luego de ver una sabatina con mi guapo presi y de leer El quiteño, lo decidí, me voy, me largo, se acabó, ¡pare de sufrir!
Voy a extrañar a mis lectores, lo sé, pero creo que es momento de partir; tengo dos opciones, aún no he decidido, pero es seguro que en breve viajaré a Mashiland o a Maurilandia. Son lugares de ensueño, no se imaginan. En Mashiland no hay crisis, todo funciona a la maravilla, hasta donde entendí sus gobernantes refundaron un pequeño país, avanzaron patria y ¡zas!, la patria ya cambió.
Maurilandia no se queda atrás, es lo máximo, parece que ahí jóvenes desinteresados están haciendo maravillas, con una total apertura al diálogo, decididos a dar marcha atrás si es que se equivocan y bajo el lema de ¡va porque va! estos jóvenes están sembrando el progreso.
Lo malo es que estos paraísos no aparecen ni en Google Maps, ¡qué pendejada! (O)