El referendo del 23 de junio sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea (conocido como brexit) ha sido un proceso que pone en evidencia las tensiones y conflictos que amenazan el proyecto de integración más ambicioso del Viejo Continente y de la posmodernidad. El referendo no es solo el “to be or not to be” de una Albion hamletizada ante la encrucijada de su continuidad en la UE. Es quizás el inicio del efecto dominó que propone esta pregunta, a la que aparentemente los 28 miembros de la UE tarde o temprano arribarán. No es solo la cuestión existencial británica sobre su europeidad. Lo es del conjunto de miembros sobre su rol en la Unión.
Por supuesto que la pregunta tiene una componente británica ineludible, que le da al referendo su particularidad. Comenzando por el escepticismo histórico que, primero el Imperio británico y luego el Reino Unido, han tenido frente “al continente”. Los conflictos que británicos y “continentales” protagonizaron por siglos acrecentaron el recelo político insular. Empero, esto cambió cuando la memoria traumática que supusieron las dos Grandes Guerras y el contexto de Guerra Fría promovieron un cambio en las relaciones europeo-británicas. El objetivo fue, por un lado, allanar el camino a un entendimiento pacífico con el resto de Europa Occidental y, por otro, proteger al bloque de la “amenaza” soviética. A eso se sumó el no despreciable acceso privilegiado a un mercado con población e ingresos en expansión.
Esta racionalidad fue la que animó al Reino Unido a participar con entusiasmo en la entonces Comunidad Económica Europea. De hecho, en los setenta, los británicos votaron con abrumadora mayoría por apoyar un proceso de mayor integración con Europa. El problema, alegan los euroescépticos británicos, es que desde entonces el proyecto comunitario ha ido perdiendo identidad. Los detractores alegan que el proceso de apertura e integración de la UE, en términos económicos, políticos y migratorios, ha ido afianzándose al punto que la Unión Europea es una suerte de superestructura que determina las políticas de sus miembros, quitándoles autogobierno. Los que apoyan la permanencia británica en la UE retrucan arguyendo que el llamado a “recuperar soberanía” carece de sentido cuando la globalización y la internacionalización crecientes implican ceder políticas soberanas en aras de interactuar con el resto de países, europeos o no.
El hilo del argumento soberano de quienes apoyan el brexit (o salida de la UE) cobró fuerza tras la crisis de 2008. Hasta entonces, los miembros de la UE vivieron las mieles de un matrimonio que había convenido a todos los países miembros. La migración a los países más ricos de la Unión fue un fenómeno masivo que tenía como contraparte la supuesta fortaleza económica de la UE, que parecía asegurar la continuidad del proyecto paneuropeo. Pero con la crisis financiera emergieron los fantasmas que estaban larvándose: los resquemores y tensiones sociales que genera la migración creciente, los problemas con los servicios sociales y educativos, y la creciente xenofobia que ha sido el caldo de cultivo para el emerger de la extrema derecha en toda la región, siendo el UKIP su expresión británica. Fue sobre el eje soberanía-migración en donde la campaña a favor del brexit puso su bandera y generó un apoyo creciente, al punto de que pocas semanas antes del referendo se puso a la cabeza de las encuestas.
Estas dos ideas fuerza, a pesar de lo primarias y cervales, demostraron ser increíblemente atractivas para retrotraer a muchos británicos al recelo atávico que el país tiene frente a Europa. Ese temor demostró ser más transversal de lo que muchos creían. Porque no solo se trató de la posición de extrema derecha. También tuvo el apoyo de los euroescépticos tanto en el gobierno conservador como en la oposición laborista, que confrontaron a los liderazgos de sus partidos. Las dirigencias principales del sistema formal de partidos apoyaron con todo su aparataje a la campaña por la permanencia. Fue por eso que el proceso del referendo fue tomando una especie de guerra simbólica entre los “guerrilleros” que atacaban la superestructura europea y el sistema formal en el poder que honestamente cree que la permanencia en la UE es lo que mejor le puede pasar a Gran Bretaña.
Paradójicamente, el problema de la idea de defender el proyecto europeo es su racionalidad y coherencia. El hecho de tener acceso a un mercado mucho más grande, a un abanico político mucho más fuerte y a normas que regulan –para mejor– las actividades de los países miembros de la UE, junto al libre acceso al territorio de la Unión, no pudieron conectar con la cifra sensible de muchos votantes que han pasado mal desde la crisis y han sido embrujados por la idea de que los “fantasmas”, que los adherentes al brexit le imputan a la UE, son más serios de lo que la realidad muestra. (O)
Fue sobre el eje soberanía-migración en donde la campaña a favor del brexit puso su bandera y generó un apoyo creciente, al punto de que pocas semanas antes del referendo se puso a la cabeza de las encuestas.