La Europa de nuestros días es un continente marcado por las crisis. O, más bien, por no haber estado preparada para convivir con ellas. Sobre todo la Europa Occidental de posguerra, que no había vivido una crisis generalizada hasta 2008. El suyo fue un tránsito constante hacia la reconstrucción de las economías, de los estados y de los tejidos sociales, desgarrados por las conflagraciones de la primera mitad del siglo XX. Si bien hubo burbujas de menor crecimiento o recesiones puntuales, la tendencia continental durante cinco décadas fue la de economías y sociedades estables y cada vez más conectadas, facilitando procesos de mayor integración, desde la Comunidad del Carbón y el Acero en los cincuenta hasta arribar a la actual Unión Europea.
El experimento paneuropeo de un área geográfica ampliada, con libre tránsito de bienes, servicios, capitales y personas, en el marco de unas reglas del juego consensuadas por todos sus miembros, fue mirado como la clave del éxito de la región y como un ejemplo a nivel mundial. La fortaleza del euro y el acceso a la mayor economía del orbe, convirtieron a la eurozona en sinónimo de un club exclusivo del que todos –dentro y fuera del continente– querían ser parte. Esa membresía era una especie de señal de un nivel superior de convivencia, en que se mezclaban identidad nacional con un principio comunitario guiado por la solidaridad de sus miembros. El séptimo día de la creación había llegado.
La crisis de los subprimes empezó un proceso inverso, caracterizado por el cuestionamiento a los principios de solidaridad de la UE. Cada país miembro vivió el colapso financiero de 2008 de manera distinta y con respuestas más o menos draconianas, junto a un denominador común: mayor desempleo, más pobreza y, por primera vez, incertidumbre. El impacto de la crisis económica llevó a cuestionar por qué otros europeos de la UE estaban en países distintos a los de origen, trabajando y recibiendo beneficios sociales. En ese marco se ha ido gestando lenta pero progresivamente el aumento de una visión reactiva, antieuropea y cada vez más nacionalista, que se manifiesta en el crecimiento de los partidos xenófobos, en el referendo británico sobre la permanencia en Europa (Brexit), en el tira y afloja del rescate de Grecia o en el entuerto inmanejable de otra crisis: la de los refugiados.
El ejemplo europeo evidencia que las crisis tienen un impacto devastador y pueden poner en riesgo incluso los proyectos políticos aparentemente más sólidos e ideales. Europa Occidental se había habituado a la no-crisis por medio siglo, cuando estabilidad y buena convivencia fueron la norma. En cambio, los embates de la crisis de 2008 fueron demoledores y han pergeñado crisis sucesivas, colocando a la UE en un entorno de incertidumbre que está socavando los fundamentos de la unión, por las crecientes tensiones entre sus miembros. Como descargo vale apuntar que, tras medio siglo de estabilidad, el proyecto paneuropeo podía alegar inexperiencia para enfrentar crisis regionales recurrentes. Que la novatada le jugó en contra porque no pudo manejar el impacto real y simbólico de los eventos gatillados en 2008.
América Latina no podría decir lo mismo. Desde la posguerra nuestro continente ha enfrentado toda suerte de crisis cuya recurrencia y magnitud han dejado traumas profundos. Y muchos anhelos. Uno de ellos ha sido vivir por primera vez un periodo de no-crisis similar al europeo: un momento de crecimiento estable, ojalá largo, caracterizado por la construcción institucional y la certidumbre. La normalidad esperanzadora ha sido la excepción en nuestra región. Y vaya que era necesaria después de los devastadores eventos que entre fines de los noventa y comienzos de dos mil elevaron el desempleo, la pobreza, la desigualdad y la migración en varios países de la región a niveles no vistos desde la crisis de la deuda de los ochenta.
Fue con esos antecedentes que el periodo de boom de los commodities que benefició a nuestro continente fue visto como el ansiado periodo de no-crisis. Era como si el séptimo día de la creación, con la paz celestial de la falta de desmadres, hubiera anidado en América Latina. Las estrategias de los gobiernos de la región –que incluyeron, además del club bolivariano, visiones de izquierda y centroizquierda más moderadas, y de derecha (Colombia y México)– tuvieron diferentes intensidades pero un patrón similar: la activación de los sistemas de protección social y de combate a la pobreza, y un aumento sin precedentes de la clase media regional. Hasta que el motor del crecimiento (China) comenzó a enfriarse. Y las fuentes de ingreso, a secarse.
El problema de la no-crisis es que lleva a olvidar las crisis. En extremo, incluso conducen al juego semántico entre crisis y no-crisis. Pero las crisis, cuando llegan, son ineludibles y desatan otras, generando una sucesión terrible. A diferencia de los europeos, en América Latina sí estábamos aleccionados sobre las consecuencias de una crisis. Para variar, no nos preparamos lo suficiente. (O)
Desde la posguerra nuestro continente ha enfrentado toda suerte de crisis cuya recurrencia y magnitud han dejado traumas profundos. Y muchos anhelos. Uno de ellos ha sido vivir por primera vez un periodo de no-crisis similar al europeo: un momento de crecimiento estable, ojalá largo, caracterizado por la construcción institucional y la certidumbre.