En tantas partes del mundo las personas celebran el Día de los Difuntos y acuden a los cementerios a dejar flores en las tumbas de sus seres queridos, rezar, leer epitafios.
Un epitafio es una inscripción funeraria que se pone en un sepulcro o lápida; el origen es antiquísimo, los primeros epitafios de los griegos mencionaban solo el nombre del muerto, con el simple calificativo de hombre de bien o buena mujer.
Con el andar del tiempo los epitafios se perennizaron en las tumbas en Guayaquil; son historia: “A Dios glorificador: Aquí yace el doctor José Joaquín de Olmedo. Fue el padre de la Patria, el ídolo del pueblo; poseyó todos los talentos, practicó todas las virtudes”. Gabriel García Moreno versificó para su admirado expresidente: “Tus cenizas, Vicente Rocafuerte, aquí guardó la muerte; pero queda tu nombre para gloria del mundo americano, y para ejemplo de cívicas virtudes tu memoria”.
Para el general José María Urbina, existe uno muy justiciero: “Redimió al indio, libertó al esclavo”.
Una poesía adorna la tumba de Alfredo Baquerizo Moreno: “¡Oh! Muerte, tú la liberadora, en cada tumba abierta enciendes una aurora. Una aurora que irradia promesas y esperanzas, de otro mundo habitado donde ya no alcanzas”.
En la tumba del infatigable historiador Jorge Pérez Concha, se distingue lo siguiente: “Solo la muerte pudo detener su pluma”; y en la de León Febres-Cordero: “En vida produjo más de lo que consumió”. (O)
César Burgos Flor,
Licenciado, Guayaquil