Escribo este nombre con profundo respeto y admiración, pero me duele que algunos –tal vez muchos– no lo hayan escuchado nunca. Pronto coronará la cumbre de 80 años vividos a plenitud sin que por ello haya abandonado los rasgos esenciales de su personalidad: ensimismamiento, soledad, modestia. Algunos gestos de gratitud social lo han tocado, y en reciente ocasión han sido el Ministerio de Cultura, que publica Grandes textos líricos, y la Universidad de las Artes de Guayaquil, que le rindió un homenaje el martes pasado en la inauguración de su semestre.

Acudí a abrazar a Efraín con enorme emoción. Debo haberlo conocido en alguna visita a Cuenca y desde entonces, en cada viaje, tuvimos algún encuentro. Desde la primera vez caí fulminada por el poder de su poesía y por la gracia de su conversación. Jamás olvidaré la circunstancia en que leí su poema Añoranza y acto de amor, porque fui captada por el texto con tal vigor que copié a mano sus 182 versos para poder leérselos a otras personas (era yo estudiante en Madrid y con ese poema tenía materia representativa que mostrar a mis compañeros de toda Latinoamérica).

Varias veces he repasado toda su poesía, la he comentado, he dado clases sobre ella. Presenté en Guayaquil, cuando recién circuló, su poemario Alguien dispone de su muerte (1988) y él tuvo la sencillez suficiente de acudir al colegio donde yo trabajaba y dialogar intensamente con los adolescentes. Eran tiempos en que la poesía contemporánea podía brillar con toda su luz en los programas de secundaria. Los poemas en los que el hablante lírico se despide de los libros, de la música, de los amigos y de la amada sacudían a los muchachos de manera tan evidente que recibieron al poeta como a un ídolo.

Hoy acabo de leer al escritor que –como cuenta en su Poesía última, 2015– es producto posterior al accidente de tránsito que lo dejó afásico, amnésico y parcialmente ciego, es decir, sin escritura poética. Por eso, como pasó tal vez con Borges y con aquellos que maceran en la memoria y luego dictan, sus últimas composiciones tienen de epigramas, de haikus, de sentencias. Muchos de ellos son portadores de una “idea lírica”, esa fórmula lingüística que es una saeta que bifurca su punta porque una hiere en el cerebro y otra en la sensibilidad.

Sabia la palabra que nos hace pensar en que “temblorosos y efímeros, igual/ a los círculos del agua en los estanques,/ nos expandemos y nos disipamos/ en los bordes sin bordes de la nada”; aniquiladora la que confirma “nuestra atribulada condición de puñado de polvo”; sensual la que repara en los efectos de una copa de vino; predictiva la que mira en la belleza de una chiquilla el “ominoso augurio de la fatalidad”; ducha en trajines amatorios la que confirma una verdad de la calle envuelta en el celofán de la poesía: “No es que el amor se acaba,/ sucede más bien que el amor nos abandona/ porque no fuimos merecedores/ de su encanto y desmesura”.

Ni un solo lugar común en esta poesía. La cosa poetizada –tela, río, seno, ola– enseguida se convierte en otra realidad, la imaginaria, la que justifica la aparición de los poemarios para complementar lo que vemos a diario. Convencidos poeta y lectores de que “lo que dice la poesía/ lo dice para siempre”. (O)