La Alcaldía de Quito es un puesto que tiene múltiples dimensiones. Básicamente, es la administración de la ciudad, pero al mismo tiempo es un trampolín para la Presidencia de la República. Es sabido que la primera condiciona a la segunda, ya que sin una gestión exitosa es mejor olvidarse de las aspiraciones a cruzar la Plaza de la Independencia. Sin embargo, todo indica que el actual alcalde ha invertido el orden y quiere comprobar que los términos de esa ecuación pueden colocarse en sentido inverso. No se trata solamente de su trayectoria electoral, que comenzó con una candidatura poco exitosa para la Presidencia, sino porque su inmovilismo en el cargo actual solo se puede explicar, hipotéticamente, por la dedicación de su tiempo a prepararse para la próxima contienda nacional. Una explicación alternativa apuntaría a señalar deficiencias propias y de su equipo, que no parece ser el caso.

No es una exageración decir que la calidad de vida en Quito viene cayendo por un tobogán desde hace varios años. Se puede argumentar que la responsabilidad cae sobre varias alcaldías y no solamente sobre la actual. Pero esta administración ha hecho poco por revertir esa tendencia. Las encuestas ratifican esa apreciación cuando muestran que apenas el 27% de la población consultada le otorga una calificación positiva al alcalde (Habitus, septiembre de 2015). En problemas como el caótico tránsito, la inseguridad ciudadana, la contaminación ambiental, visual y auditiva, la acumulación de basura y la desordenada zonificación urbana, no se siente la presencia municipal. La parálisis es la tónica en esos y otros ámbitos. Todos ellos están relegados a un segundo o tercer plano por la quimera del metro que, en términos reales, tiene más de obra faraónica que de solución a la movilidad urbana. Apostar a un proyecto que apenas resolverá una mínima parte del problema y endeudará a la ciudad por varias décadas es un error de proporciones.

Mayor es el error si se lo comete cuando se trata del primer paso en una carrera política. La dilapidación de su capital, a esa altura del juego, es un lujo que un político no se puede dar. Pero el alcalde quiteño está empeñado en hacerlo no solamente en su función administrativa, sino también en sus acciones como dirigente de una agrupación política. Fue incomprensible su indecisión, que rayaba en indiferencia, ante las manifestaciones de junio, como es también su silencio acerca de temas de fundamental importancia para el país –y que incluso le competen directamente–, como el incremento del impuesto a la plusvalía. Frente a todo eso prefiere no moverse, seguramente para salir en la foto, como aconsejaba algún político mexicano.

El caso del alcalde quiteño ilustra muy bien la realidad de la política sin partidos. Cuando no hay organizaciones fuertes, que analicen y evalúen la realidad para definir estrategias, las decisiones se derivan solamente del márquetin y de la sagacidad de los asesores. En este caso particular, el triste destino sería terminar en el pantano de lo municipal y espeso, como decía el poeta. (O)