Curioseando por los territorios de Netflix, di con un documental de la BBC que lleva el título de esta columna. Renové cuánto sabía del desarrollo de un ser humano desde el momento en que llega al mundo. Se trata de un admirable trabajo de grabación, hecho con las técnicas más desarrolladas para recoger los movimientos, sonidos, miradas de criaturas que van de un día a dos años de existencia.

La poderosa fuerza de la vida se hace presente de manera eficaz siguiendo esos tan tempranos pasos, que no queda más que maravillarnos y comprender la extraordinaria sabiduría de la naturaleza –o del punto a quien quiera atribuirse el origen de todo–. El bebé está dotado de potencialidades extraordinarias que van madurando para las mágicas operaciones de ver, oír, sonreír, caminar. Y hasta sus características físicas son tan dúctiles y agradables que constituyen un muro de defensa: no hay que ser padre o madre de cada uno de ellos para arrebatarnos de ternura frente a ojitos de mirada fija, manitas rellenas, labios babeantes. Y desear protegerlos.

Frente a estas verdades de humanidad y ciencia juntas, se imponen algunas reflexiones. Desde la obvia de la responsabilidad individual y social en lo que tiene que ver con atención a los niños, hasta la del imperativo colectivo de procrear con propósitos claros y no por accidente. La paternidad y maternidad ya no es una acción que se desprende de la actividad sexual meramente, ya no cabe emprenderlas con la sola imitación de las silenciosas lecciones de nuestro propio crecimiento. Hay tanto que saber sobre los bebés que el amor no basta para asegurarnos de que hacemos con los niños lo que más necesitan.

Es verdad que la “teoría del trauma” puede obsesionar a ciertos padres que han derrapado por el camino de la complacencia absoluta. Negar, exigir, poner orden y límites les ha parecido a algunos ocasión de herir psiquis, de producir infelicidad. Hay otros, en cambio, que creen que el cuidado minucioso no puede prescindir de la orientación hacia la carencia. No se puede tener todo en la vida. Y acostumbrar a los niños a un perfil de vida austera, que valora lo esencial y renuncia a los excesos parecería un modelo que poco convence en tiempos de consumismo.

El Estado tiene enorme participación en esto de recibir a los futuros ciudadanos. Con poner las miras solamente en mejorar la calidad de la educación y en asegurar la atención médica adecuada da gigantescos pasos. Pero ¿en dónde concentrar la mira en estos tiempos? ¿En la terrible realidad del embarazo adolescente que condena no una sino varias vidas a un rediseño para atender al nuevo ser? ¿En la indispensable orientación de la capacidad generadora de vida que arriesga la libertad sexual a la procreación no deseada? ¿En la defensa de las mujeres violadas y embarazadas, obligadas por la ley a tener el hijo de su atacante?

En días recientes hemos sufrido el impacto de noticias dolorosas: un bebé quemado por errores médicos; otro abandonado en un baño por la madre que lo alumbró: Dos criaturitas cuyas existencias se salieron del quicio para el cual debieron ser llamadas: el del amor, del crecimiento cabal, del futuro promisorio. Los bebés son diamantes en bruto y todos contribuimos a su abrillantamiento. (O)